II

─¡Vamos a ver niños! Las manos en jarra con aires de artistas y el cuerpo derechito, que no se diga. Y ahora con soltura, adelantamos la puntita del pie izquierdo y luego viene el derecho. Vamos a hacer el primer movimiento de una sevillana. Lo vamos a llamar primero-primera y después damos dos zapatazos en el suelo que se tienen que sentí más pa-ya de la punta el Pelaíllo.
Jesús Montero regenta una academia de sevillanas light en prêt-a-porter desde hace doce años en Motril, y multiplica por dos sus esfuerzos, por cuatro sus ganancias y por el cubo de la raíz cuadrada de nueve sus cabreos consuetudinarios cada vez que se acerca la festividad de las cruces de mayo. Su mujer, Aelitas la Escobera, vende en la Placilla género ligero y ropa interior de contrabando que le suministra un contacto de la Huerta Carrasco, después de naturalizar el producto en Ceuta y retirarlo de Málaga por la puerta de atrás.
Jesús llegó borracho un fin de semana a Motril con unos amigos con los que venía de farra desde un pueblo de Sevilla y le gastaron la broma de dejarlo tirado en ésta tierra, por lo cual, las primeras imágenes que conserva del pueblo, son las de un Motril etílico y un amanecer aferrado al casco vacío de una botella de ron pálido. Su mujer fue quién, después de conocerlo en un lunes de resaca, le convenció para que se quedara a vivir en "esta joya que a Dios se le cayó junto al mar", y así poder aprovechar las ventajas del resurgimiento económico, la magnanimidad climática y la generosidad, el desagradecimiento y las cachorreñas de los motrileños, virtudes que definen, según él, demasiado bien a este rincón provinciano. Y de camino, mientras imparte sus lesiones magistrales de danza flamenca, aprovecha el trasero de las niñas-bien que sueñan con el traje de faralaes tanto, como con el del día de su boda en la Iglesia del Cerro que es la que está más de moda para este tipo de ceremonias.
De no ser por la úlcera acrónica que cada primavera le segrega pus, sangre, sal, aceite y vinagre, con motivo del preparatorio para el ingreso al Día de la Cruz de grupos de advenedizos que acuden a su Academia de Arte y Ensayo, se puede decir que Jesús y Aelitas forman una pareja feliz, con su trabajo, el flamenqueo que se traen cada noche en la cama, su cortijo en las Zorreras, sus mergizos renococidos y las deudas del concejal de Fiestas, Festejos y Jaranas. Pero cuando Ángel vio aparecer a Carlitos el Higobombo resoplando por el umbral de la puerta, panzudo, rebolondo, con la gorra calada hasta las cejas, con el jarapo por fuera y achuchao por una pandilla de rocieros polvorientos que hacían el Rocío en burro-taxi, ávidos de aprehender la sapiencia del ritmo ternario del bailes de las sevillanas, supo que aquel año el reventón de la úlcera sería sonado y que supuraría tanta pus que se la tendrían que sacar en una motocarro. De entre todos los sujetos de aquella peña pinturera que profanó su academia de baile, el más inquietante era un tipo cetrino, con cara de cera de cirio de monasterio, mirada de pedernal y más tieso que un santopalo.

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