IV

Acrónimas leyendas luminosas incendian de azul metacrilato la crepuscularia caída de la luz con resplandores rosáceos y cinéreos, donde antes presidían humedecidas tierras causicenagosas lindadas por una tarquínea acequia, aorta de la concupiscencia provinciana y frontera de la urbanidad, formulada por la ingeniería musulmana, ahora se escucha el rumoreo mecánico de las voces de los motores y la fonación ecoica de los automóviles que, rezongantes, garantizan un elevado ambiente decibélico, como un restriego de tripas. Insidiosamente las avenidas despliegan ortoculares las farolas que definen el esqueleto del destino circulatorio de las pisadas con suelas de goma, con suelas recauchatadas, con hormas de piel de cabra muerta por fiebre tifoidea. Las palmeras, pintiparadas, sudan humo fuliginoso oteando la discreta vigilancia que ejercen sobre el sentido invariable de sus pasos, los vendedores de cupones con presencia de agentes secretos infiltrados en una organización del hampa que observaran la trascendencia criminológica del tráfico de influencias paleontopolíticas. Vendedores de rictus inseculares con papeletas de abyecta felicidad que preconizan un futuro maravilloso, mientras se cruzan en sincrónica guardia en el cruce de la calle Marjalillo Bajo, esquina calle Nueva, hasta el quiosco de la Kika y vuelta a empezar hasta la puerta de la academia de baile de Ángel Montero, donde un niño escupe un gargajo de gominola a la espera de su padre que en el interior recibe lecciones intensivas de folclorismo ultramoderno.
Ángel se descuajaringa, se retuerce sobre su tronco de olivo centenario, se licúa en sudor de agua de borrajas, mariposea sus manos en la atmósfera de aire enmohecido de sudor axilar, peina siluetas de brujas gitanas en el pulimento de los espejos y clava sus tacones sobre el entarimado de madera noble.
-Me tenéis que jacé mu bien la musaraña -indicó el maestro-. Me la hacen los niños chiquetitos, así que ustedes, no digamos. Y la Peña de los Cruzados comienza a dar zapatazos huecos en el suelo.
-Maestro, en tós los trabaos se fuma -dijo Joseíco Barriguera-. Vamos a echá un cigarrillo, ¿no?- Y se sentó en una silla de anea.
Ángel lo miró con ojos de camello degollado y por no liar una bulla continuó su tarea. -Y un-dos-tres. Un-dos-tres. Pastillas de jabón a real, pastillas de jabón -canturreó-. Media vuelta y cruce, ¡vamos a ver esos cruzaos cómo me bailan! Y un-dos-tres, cuatro-cinco-seis y pa la foto.
-Maestro a mi esto me cansa -musitó el Cancanica.
-A ve si t'has creío que vienes a un pase de modelos -refunfuñó Ángel mientras hacía una mohiganga con la boca-. Venga vuelta, vuelta, vuelta y vuelta, pero con ángel.
Y la Peña de los Cruzados como derviches mareados obedecía las instrucciones del maestro. Joseíco Barrigera se giraba por el impulso centrípeto de su buche de medio metro, mientras el Cabila, con el paso cambiado, daba las vueltas del revés y el Cardenal sin moverse.
-Ahora vamos con la segunda, la de la media luna -se desgañitaba Ángel-. Un-dos-tres, un-dos-tres y cruce con la izquierda.
De repente Ángel interrumpió la clase para dirigirse al individuo que vestía de morado.
-Oye tú. Tú a mí me tienes jartito. ¿Te piensas pasar to la vida ahí como un paguato que parece que estás oxidao? Le espetó Ángel mirando fijamente a las cuencas vacías de los ojos del Cardenal.
-Rapaz yo no soy otro que don Luis Antonio de Belluga y Moncada, ilustre purpurado, virrey de Valencia y Murcia, capelo cardenalicio, iluminador de la bula ‘Apostolici Ministerie’, fidelísimo devoto de la Virgen de los Dolores, procurador de pensión anual y perpetua al Hospital de santa Ana y canónigo magistral de la catedral de Zamora. ¿No os colma de honores que por intersección de la divina gracia, a vos, rapaz de sevillanas, haya acudido tal eminencia de la cristiandad?
-Por mí como si quieres ser el niño los iguales -respondió iracundo Ángel.
-Sabed que tal honor es reservado sólo aquellos que en gracia de Dios son elegidos -proclamó el Cardenal-. Ándate con cuidado y no seas lisonjero y trasmite tu saber a estos cruzados para el Día de la Cruz. Y así el Altísimo premiarte habrá con grande cielo.
-¡Ole, ole y ole! Y que la yerbagüena se le seque al que no diga ole -gritó Muelas de Pavo. Y un ole unísono de gargantas varoniles curtidas en vino de la costa fue lanzado al aire de la academia.
-¡Mirar que uno no tiene el coño pa ruidos a esta hora! -amenazó Ángel-. Así que ya me estáis haciendo el salerito, venga.

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