8

Llega Pepe y son cinco a la mesa. Trae el frío de la calle tras de sí y un chorro de aire glacial inunda la habitación. Pepe investiga, ausculta el cuarto, se siente ufano y deja entrever que ni le van mal los asuntos con su novia, porque últimamente pasa algunas noches con ella. Se mete en su dormitorio y vuelve comiendo un bocadillo de chorizo o longaniza, de embutidos los que suele traer cuando baja al pueblo, y ya no dejará de roer hasta la hora de acostarse. La noche es invariable para el quinteto mientras fuera crece el silencio y el ronroneo de la ciudad se hace un mustio ronquido. Pasan las horas jugando al Mentiroso y también pasa la vida de puntillas.

Carmelo aparece como un fantasma, casi nunca está en el piso y pocas noches juega. El resto, Juan, el Guti, Antonio, Paco, Pepe, cierran el círculo, y ríen y ríen aislados del mundo. Juan fuma hundido en su sillón y habla impostando la voz para decir este Mentiroso lo gano yo. Antonio se sonríe mientras ojea una revista y refiere que este tío la tiene más grande que tú, apuntando con la vista hacia Pepe que mordisquea su bocadillo. Carmelo mete prisa porque quiere acostarse temprano aunque sean las cuatro de la madrugada. Paco vuelca el cubilete sobre la mesa y vuelve a decir ¡Doble pareja de ases-damas! Están pegados a la realidad, como una estampilla a un álbum de cromos.
Y pensar en decir pocas cosas pero con acierto, lo de siempre, vamos, el llanto y la risa, un proceso idílico de narración infinita, la intersección de diferentes planos que coinciden en un punto único, los cuentos cotidianos del día a día. Y partiendo de todas esas cuestiones que ocurren en mi cuento, de todos los cuentos que se dan en el cuento, yo soy el cuento.

7

Debía levantarse, continuar la lucha antes de que todo estuviera más oscuro, antes de que se hiciera más tarde. Aunque ya era tarde y, sin embargo, continuaba de bruces en el suelo con el relente que estaba cayendo y podía coger frío, ahora que el resfriado ya estaba curado. Anochecía de forma remisa y Venus lucía al Este, con las últimas lumbres del ocaso que tintaban el horizonte de añil. No entiendo como no han venido a ayudarme, no me habrán visto, seguro. Sino fuera por esta maldita flecha que me atraviesa el pecho caminaría hasta el campamento. Silbaré para que vuelva mi caballo. Es extraño pero nunca había visto un fulgor igual en las estrellas... Lucilia debería estar ahora conmigo. Todo permanecía en quietud y sólo los grillos rompían el manto de silencio. La Osa Mayor comenzó a tomar posiciones en el alto cielo y la última luz se esfumó, pero pronto estaremos en Roma, sino fuera por esta flecha fastidiosa. Ya puedo ver las techumbres relucientes de la ciudad y se aprecia el eco de las voces, allí están los ciudadanos romanos, las matronas y las cortesanas, las calles llenas de muchedumbre, el saludo a los soldados heroicos que defienden el imperio. El pueblo vocifera jubiloso mientras nos acercamos por la vía Sacra hasta el Capitolio para agradecer a Júpiter por su poder, a Marte por su protección, ¡Ave César! ¡Viva Roma! César Augusto nos aguardará erguido y saludará brazo en alto: ¡Viva el Imperio! ¡Arriba Roma, valerosos guerreros! En una tribuna me aguardarán impacientes, mientras termina la ceremonia, mis padres, mi hermano, el senador Juliano Caleno y Lucilia con sus padres y su hermano. Anco Marcio me estará señalando con el dedo ante sus amigos y les dirá, orgulloso, ese coronel es mi yerno, ese enhiesto jinete y valeroso soldado. Mamá estará nerviosa hablando todo el rato sin parar y al verme me dirá que estoy más delgado, que ahora lo que tengo que hacer es comer y reposar algún tiempo en nuestra villa de las afueras para reponer fuerzas. Papá Cornelio, con su voz ronca, me referirá lo contento que está de mí y me abrazará fuertemente. Todos querrán estrecharme entre sus brazos y besarme. Juvencio querrá que en un momento le relate, con todo lujo de detalles, como ha transcurrido mi estancia en tierras bárbaras. Lucilia solo me mirará. Me observará sonriente y yo veré en sus ojos toda la luz de la mañana. No dirá nada con sus labios rojos, pero me hablarán sus pupilas y me sentiré cansado, cansado... como ahora.

6

Granada es fría en invierno. Tiene los ojos febriles de buscar ocasos en el mar, hacia el sur. Trío de reyes al as. Se sonroja, hace una mueca, carraspea Paco. Se ríe, se sube las gafas, se retrepa en el sillón y dice eso no te lo crees ni tú Juan. Ful de ases-reyes. Mira fugazmente el Guti, los mira a todos como si en ese momento lo acusaran de no limpiar el piso, de dejar los platos amontonados en el fregadero para que las cucarachas practiquen alpinismo. Seguro que está. Apuéstate lo que quieras. El Guti hace una pausa: (Me cago en la vística! Todos ríen, pero Paco más lejos: porque vuelvo ufano después del tres a cero, que nunca había jugado también y en esas condiciones, y se despoja de la camiseta con el nueve borracha de sudor y de sol dejando su torso desnudo y la deja caer en un rincón. Se mantiene de pie mientras piensa que debe ducharse con los ojos encendidos por la victoria, noventa minutos nunca tan bien jugados pateando el balón de arriba abajo como mejor sabe hacer. Amontona la ropa en un rincón de la habitación y a eso llega la madre pisándole las ilusiones porque una tiene que estar todo el día como una mona, quitando y poniendo que esta es la tercera lavadora que hoy pongo y que reviente una con vuestras cosas que sólo me dais trabajo, y que no te salga una novia y te cases ya. Pero la retahíla de su madre ya no importa porque todavía está justo en el segundo regate cuando chutó a la cepa del poste con aquel obelisco gritándole cabrón, pero como la pelota coló... Se le enciende la cara y suda de nuevo en la habitación cuadrada, celeste, luminosa, con la alegría de un niño mientras en la radio suenan las últimas notas de Escuela de Calor que canturrea desafinando. Piensa de nuevo en la ducha fría y siente un frescor en la parte posterior del cuello, sale de la alcoba y baja hasta donde le espera el agua el agua fresca y clorada. Y se ducha gratamente, veinte, treinta minutos, mientras otra vez le centran una pelota por la banda izquierda y salta para poder picarla hacia abajo con la cabeza... Y ya está ahí su hermana golpeando en la puerta del cuarto de baño porque llevas ahí más de una hora y cuándo vas a salir que siempre te pasa igual. Otra vez en el dormitorio secándose, recostado desnudo sobre la cama para poder pensar que cuando llegó el balón por la banda derecha y aguantó la entrada del defensa y le hizo una finta y cambió el sentido del juego mandando el balón hacia el extremo opuesto y como el defensa, al que había burlado, le dio una patada sin balón y a esto llega su hermano mientras se viste y déjame mil pelas que no llevo nada encima y me hace falta comprar tabaco que después te las devuelvo, en serio. Y le da el dinero y lárgate ya y no me des más el latazo y mientras se peina descascara la última jugada del encuentro en la que él estaba muy atrás y vio el centro que le hizo el siete y cómo despejó el cancerbero con los puños y se armó el barullo delante de la portería y llevándose la pelota con habilidad, fintando a un lado y a otro chutó con la zurda y goooool. Se pone un poco de perfume y se va caminando mientras escucha a madre decir algo como que no vuelvas tarde a casa que tu padre se enfada y te comes fría la cena, que hoy hay algo especial... Se aleja pensando en lo de los goles y aquel señor amable que, al terminar el partido, le dijo chico eres un fenómeno, sigue así y llegarás a ser alguien en el fútbol el día de mañana...

5

Se sienta en el tocador y deja caer su rubia melena con reflejos de cobalto sobre la espalda desnuda para alisarla con el cepillo. Inquieta se levanta del asiento y va a mirar por la balconada, ve a unos niños que corretean en el jardín alrededor de la fuente de Fauno, llama a su hermano Juvencio y le indica que vaya a otro sitio a jugar con sus amigos, y el chaval asiente con la cabeza como diciendo sí Luci lo haremos. Se siente desazonada pero no sabe por qué y vuelve a sentarse frente al tocador, peina su larga cabellera, se acicala, con la punta de los dedos haciendo círculos sobre su cara, reparte suavemente un cosmético hecho con harina de trigo toscano, goma, bulbos de narciso y miel. Piensa otra vez en el regreso de Valerio que coincidirá con las fiestas de verano, las carreras de cuadrigas, el teatro. Volverá victorioso y cargado de distinciones, y cuando nos encuentren por la calle nos felicitarán. Iremos hasta el templo de la Bona Dea y haremos un sacrificio. Se observa las manos y vuelve a estar soliviantada. Falta poco para su regreso y tendré que preparar una fiesta en su honor. Un banquete con abundante vino, donde sus amigos, sobre todo Craso Licinio al que tanto le gusta empinar el codo, se emborracharán, y donde no ha de faltar el lechón relleno con trufas y castañas, la tortilla de huevos de avestruz y los pastelillos de lengua de alondra. Mamá Porcia vendrá esta tarde a contarme, como siempre, que su Valerio está a punto de regresar y que sigue preocupada porque su niño comerá poco, y no se abrigará en las noches con ese resfriado que marchó y andará tosiendo todo el día hasta que le dé fiebre. Y estoy segura de que volverá más delgado porque tú no sabes como es de descuidado este hijo mío, y cuando te cases te ocurrirá a ti igual que deberás estar todo el día encima de él, porque sino... Y si papá Cornelio llega con ella me echará un piropo, porque cada día estás más guapa; no sabe bien mi hijo el tesoro que ha encontrado en ti Lucilia Clodia. Su regreso será una gran fiesta y anunciaremos el día de nuestros esponsales, pero no sé qué me ocurre hoy que estoy tan nerviosa por este leve dolor que me oprime en el pecho. Será la llegada de Valerio o que va a cambiar el tiempo.

4

Juan desde el comedor resbala el cubilete sobre la mesa: (Ful de ases-damas! Hace una pantomima con la mano, un dibujo en la atmósfera cargada de humo y vuelve a jugar. Antonio llega de lejos, desde su habitación al final del pasillo, viene de convencer a su estudiante que mañana será un buen día para estudiar. Fanfarronea, se ríe con Juan, juega a hacerse el importante y el Guti se sienta a su lado mientras engulle media barra de pan con mortadela. Otra llamada hacia el interior, pero esta vez con enfado por parte de Juan: (Venga ya que te estamos esperando! Ya, ya voy, coño. Pero es que en realidad no tienes ganas de salir para aceptar la situación y dejar amontonados los problemas amorosos y otros problemas, y vuelves a la isla: un muro de piedra y la luz del neón reflejándose blanquecina en las comisuras de tus labios tristes y callados como un pájaro en la noche. Mis manos jadeando en tu cuerpo bajo el mirar pétreo de la iglesia mora y la luna estacionada en tu pupila izquierda. Mi voz hablándote de cosas insolentes. Mis labios expiraron. Tomaron lentamente el borde de tus labios. Amaron el cielo de tu boca, se hundieron hasta ahogarse en el lago de tu saliva. Tus ojos se cerraron y sucumbimos en una noche oscura donde nuestras bocas huérfanas hicieron el silencio en un instante largo. Mi lengua hizo un dibujo en tu boca. Tu boca trémula amparó mi exiliado labio y tu lengua parpadeó despacio. Mis brazos estrecharon con firmeza tu cuerpo. En lo profundo de tu boca estabas tú y mi vida se detuvo un instante en ese beso lábil, en el sabor a tabaco de tu boca, en la respiración de tus pechos flotantes. Resbalé mi mano por tu espalda y la acerqué a tu seno. Levantaste tus párpados y me miraste como en un sueño.

3

Las tropas cargaban una y otra vez contra los bárbaros, los soldados se encolerizaban más y más, y el campo de batalla se marcaba con charcos de sangre. Se formó una triple línea de combate, la primera de las cuales la componían las cohortes más veteranas. Se guerreaba por inercia siempre hacia el adversario. La fiebre continuaba subiéndole a Décimo Valerio que se desprendió de la coraza y galopó en dirección al sol.

Lucilia me estará esperando sentada en el porche de su casa, envuelta entre el aroma de las rosas, con su brillante túnica de seda. Pasearemos en silencio por el pequeño jardín mientras el surtidor de la fontana central cascabelea con sus chorritos de agua que saltan desde la estatuilla de un fauno. Yo la acariciaré besando su rubicunda cabellera, besando el pálido rosado de sus mejillas, sus húmedos labios ardientes. Nos sentaremos a conversar y me dirá que soy un tonto que no tiene pretensiones y que debo de ser ambicioso para llegar a general. Yo no querré hablar de ese tema y le cogeré sus finas manos, ella se levantará y deambulará por el jardín y a mí me complacerá verla caminando al contraluz del follaje, y me levantaré a andar con Lucilia. Entonces ella se preocupará, se enojará incluso un poco, fingirá estar molesta conmigo como si fuera verdad, y la tendré que persuadir de su disgusto, y le hablaré de una excursión a la cima del Etna para ver nacer el sol, le contaré como van los trabajos en la villa que nos están edificando a los Caleno en las afueras de la metrópoli, semejante a la de su amiga Volumnia Citérida. Le mencionará que en nuestros desposorios haremos allí un gran festejo con todos nuestros amigos, y Lucilia replicará que le disgusta que mis amigotes se emborrachen siempre, como si celebraran las saturnales, y que cuando estemos casados no consentirá que me marche todas las noches a jugar a los dados, al circo o al teatro y nos dedicaremos a pasear cogidos del brazo por el Pórtico de Pompeyo o por la Vía Sacra. Yo la estrecharé en mis brazos vigorosamente y le volveré a besar los labios, desordenado y loco de amor, y ella casquivana me mirará dejándose besar.

Cabalgó herido por la fiebre, corrió descubierto con ojos atónitos y se detuvo a vomitar. El miedo lo sacudió en forma de escalofrío: el temor a las flechas que llegaban siseantes, el pánico a tener que enfrentarse otra vez al adversario y mirándolo a los ojos, sin explicar nada, rebanar de un tajo su cuello. Miedo al mapa que dibujaba la sangre y a los cuerpos mutilados en el preciso instante en que un cristal de escarcha brilló atravesándole y todo enmudeció.

2

Salgo a la terraza a recortar días de invierno para luego pegarlos sobre una noche sumisa de verano y todo parece tranquilo, infinito, indiferente. La brisa agradable del mar, la música pequeña en el casete, la única mosca despierta intentando aparcar en mi nariz... Una noche menos calurosa que otras noches con trémulos perfiles que intentan romper con su estética de pared de cemento y perro callejero. La media luna ahogada en el vaso de agua provoca una conversación entre las estrellas y yo: charlamos del verano, la música clásica, la ausencia de una relación sexual fuera del mercado publicitario del sexo, sexo, sex, o.. fingir una neurosis en el bullicio urbano y el fastidioso sol castigándome los ojos inundados de colirio y sin gafas de sol, cuando quiero mirar a una buena rubia extranjera, y recordar el argumento de esa última película, Blade Runners, que me saca de la realidad y me vuelve a hacer reincidir en un cuento cotidiano:

En el lóbrego y frío pasillo se abre una puerta y por ella sale el Guti dispuesto a matar su soledad de estudiante (golpea las puertas, se detiene, entra en la cocina, come algo y llama a voces). Alguien responde con un (ahora voy! y tarda un rato en venir porque se detiene en una isla del cristal de su ventana, le rebota un reflejo de quien quiere llegar a ser, le llama un recuerdo y va hacia él, y cae, cae hacia su precipicio: la tarde era plomiza pero no importaba. Corríamos y corríamos dejándonos mojar por los cristales de agua que se clavaban en el pelo. Las manos se enfriaban por la velocidad y entornábamos los ojos por la fina llovizna. El puño de los aceleradores no parpadeaba. Al llegar al mar todo se hizo del mismo color azul grisáceo, mientras el horizonte de nubes borraba las montañas, la soledad de los muelles, el titileo sorprendente de la azafranada luz del faro: una fina ironía contra el verano. Carmelo dijo algo y rió. Habíamos comprado un pedazo de tiempo indefinido para aliñarlo con sueños que evocaban mujeres ausentes y un viaje a una isla multicolor y neumática.

Cuentos de cada día

1

El sol había descendido hasta los altozanos del oeste y era la hora más fresca para la contienda. Millares de saetas caían del cielo y sembraban los corazones de los soldados, mientras los arcos se doblaban entre gritos y chillidos que los guerreros lanzaban para concentrar su puntería en un disparo certero que deslumbrara de muerte al enemigo. Décimo Valerio Caleno cabalgaba desconcertado ante la iracundia que aquellos bárbaros ponían en la disputa, sudoroso su rostro chorreándole sobre el peto que reverberaba la luz crepuscular.

Más de tres meses hace que partimos de Roma una mañana gélida y lluviosa. Desafiantes desfilamos diez legiones atravesando la Vía Flaminia hacia las Galias. Desde entonces me acompaña este maldito resfriado y el recuerdo de Lucilia. Mamá, con su actitud de matrona, se despidió tratándome como un niño, recordándome que me arropara por las noches, no descuidara las comidas y tomara la infusión diaria de yerbas. Papá Cornelio desde su áspera voz de tribuno me alentó para llegar lejos y ser orgullo del Imperio (Ave Augusto! Y que un día, a mi vuelta, me esperaría con los brazos abiertos, rendida ante mí la muchedumbre, en honor de héroes. Y Lucilia que, entre lágrimas invisibles, fue a decirme adiós con sus labios rojos. El tiempo desde que fue llegando el verano, sin embargo, ha mejorado bastante pero este catarro del infierno no me ha abandonado un solo instante. Cuando volvamos a Roma, y falta poco, tomaré unos baños de vapor que tanto bien me hacen.

PEZQUEÑINES, NO GRACIAS

Una línea de mar azul infinita cubría el horizonte de aquella mañana de agosto. Una muchedumbre de bañistas tomaba el rebalaje con sus juegos de agua y sus chapuzones. La playa estaba tomada por miles de domingueros.
En medido de la normalidad de aquel tumulto, de repente, surgió de entre las aguas una figura hercúlea, medio hombre y medio pez, y paralizó la imagen cálida y vacacional de aquel momento. Los bañistas asombrados quedaron boquiabiertos ante ese ser monstruoso cubierto de escamas que, con su mano izquierda, sostenía un tridente y una red de pescador con la derecha, como si fuera un gladiador del circo romano.
Fue entonces que comenzó a girar la red sobre su cabeza y tras varios giros la lanzó contra los bañistas que, despavoridos, comenzaron a huir en todas direcciones hacia la playa. Tras lanzarla atrapó en al red una veintena de éstos, la cargó sobre sus hombros y comenzó a caminar hacia el interior del mar, mientras a sus espaldas se escuchaban gritos de horror y lamentos.
Una voz, en ese momento, se destacó del resto: “¡Los niños, no! ¡Los niños, no!”. El ser escamado se detuvo y pensó: “es cierto, no se deben pescar inmaduros o esquilmaremos los caladeros”.
Miró dentro de la red y sacó los ejemplares más pequeños. La cerró y continuó con el resto de sus capturas hacia el interior del mar mientras el gentío, estupefacto, miraba desde la orilla recomponerse la línea de mar azul infinita que cubría el horizonte de aquella mañana de agosto.
En ese instante una avioneta cruzó el cielo de la playa con una pancarta en la que se leía: Este anuncio ha sido patrocinado por el Ministerio de Pesca. ‘Pezqueñines, no gracias, debes dejarlos crecer’.

7

Sentado en la taza del retrete, lugar donde suelen acudir las ideas más aclaratorias, recordó que en cierta ocasión leyendo una enciclopedia que narraba los grandes hitos de la creación, aprendió que el Universo se sustentaba sobre dos principios fundamentales como eran la energía y otro concepto algo abstracto que no llegó a comprender muy bien, llamado algo así como entropía, y que cualquier desarreglo de ellos produciría el término de la vida conocida y por ende la finalización del mundo. Esto unido a una vaga referencia bíblica que rondaba en su cabeza y creía del Apocalipsis, aunque no sabía bien si andaba en lo cierto, sobre que al final de los tiempos habría señales y signos que anunciarían que todo se había consumado, le hicieron cerrar el círculo de las hipótesis y concluir que el fin del mundo había llegado y que él era el único que se había percatado de aquello. Feliz con la iluminación acontecida tiró de la cisterna en un gesto definitivo y concluyente para avisar al resto de los mortales del descubrimiento y fue engullido por un torbellino de agua azulada en el día del arcángel san Rafael, mientras un ángel trompetista, algo blusero, anunciaba el final de este cuento.

6

Al día siguiente, mañana de domingo, comenzaron a mostrarse un rosario de pequeños desastres en el hogar, como que el agua que ponía a hervir para tomarse una taza de té lo hacía en la mitad de tiempo que empleaba antes, de lo cual dedujo que o bien el punto de ebullición se alcanzaba a la mitad de temperatura o que la presión de la atmósfera había disminuido. Cuando fue al cuarto de baño a lavarse la cara descubrió como el agua que escapaba por el desagüe del lavabo giraba en sentido contrario al de todas las mañanas. En ese instante sonó el teléfono y creyó que era Marta que lo llamaba para saber que todo iba bien, pensando aliviado que por fin se podría librar de esa cadena de desastres que lo estaban atosigando y dudó si sería conveniente contarle lo ocurrido o esperar a su vuelta para no alarmarla. Descolgó el aparato y se lo acercó al oído pero del audífono no salieron palabras lógicas sino sílabas como sorteadas entre sí en una jerga de varios idiomas, y sobrecogido supuso que los enlaces telefónicos se habían vuelto locos estableciendo la conexión entre miles de palabras incompletas. Comenzó en ese momento un concierto de las máquinas que se encontraban en la casa. Parecía como si los electrodomésticos hubieran adquirido vida propia.

5

Aquel fin de semana Marta y los niños, Sabina y Abel, se habían ausentado de la casa para pasar unos días junto a Enriqueta, la madre de Marta, y a tío José que volvía a estar achacoso de su reuma porque ya se sabía que era ver aparecer una nubecilla en lontananza y le cambiaban los humores como de la noche al día. Allí los niños podían gastar energía entre juegos y correrías y ver que el mundo tenía otros colores y olores para sus sentidos que no los establecidos por los límites de las paredes del piso que habitaban, donde aire más puro y vegetación exuberante estimularan la viciada vida de sus células urbanas. Para él era la ocasión de hacer de hombre de la casa y comprobar desde la soledad, cuánto se echa de menos a los demás cuando no suelen estar, relajarse y pensar en todos esos fenómenos que con frecuencia discontinua habían estado demostrándose en los últimos días. Una noche que dormitaba en el sofá frente al televisor le extrañó percibir súbitamente una luminosidad prodigiosa que despedía la pantalla y percibir como palpables la secuencia de imágenes de un intermedio publicitario. Se frotó los ojos para despabilar de su somnolencia porque aquellas siluetas parecían salirse de la pantalla como en un holograma y comenzó a sentir un sudor frío que, pensó, pudiera ser por una mala digestión o por haberse pasado con el vino, hasta que vió salir de aquel cuadrado de luz una sirena con el cabello pelirrojo que mientras le ofrecía unos pantalones vaqueros, sentenciaba la frase 'sentirás no llevarlos'. Luego fue un señor bien trajeado que, sentándose con educación a su lado, le convenció de que los tipos de interés del banco que representaba eran los más ventajosos del mercado, haciéndole firmar un contrato para un seguro de vida. Apenas se marchó el señor con cara de presentador de televisión, entró por la pantalla una rubia despampanante que sugerente le susurró al oído: ‘¿Adivinas quién sale de fin de semana? Tiene un gran coche y no se priva de nada. Sin agobios para pagarlo y poder disfrutarlo. Cambia de coche. No de vida’. Aquella frase hiriente le arañó en su subconsciente de hombre abandonado en el hogar y desconectó el televisor casi por instinto y, a pesar de no ser muy adicto a la bebida, corrió hasta donde guardaba una botella de güisqui. Necesitaba un trago para pasar el mal trago y dormir para ver si el día terminaba y con él todos los desvaríos y amanecía otro donde sus biorritmos hubieran mejorado.

4

Él era un hombre meticuloso y racional, concreto en sus ambiciones personales, que llevaba desde los dieciocho años fabricando cintas de máquinas de escribir, papeles de calco y últimamente cartuchos para impresoras de ordenador, desde que entró como aprendiz a fundir cera, para mezclarla con aceite, glicerina y tinta, entre molinos, tolvas y rodillos calientes, impregnada su piel con el color de las sustancias más volátiles. Más de veinte años volcando pigmentos, negro, rojo, magenta para colorear la pasta, un trabajador recto que siempre daba todo por la empresa y que desde la dirección se había comprendido su recto proceder y por eso sus veintidós años de dedicación a esta tarea le habían granjeado la estima y el aprecio de los mandamases, si no cómo explicar cuántas veces había llamado a la puerta del director de la fábrica para hablarle cara y siempre fue recibido, cuántas veces no había salido sonriente de ese despacho ante la mirada de admiración y de envidia de sus compañeros. Aficionado a la lectura se entusiasmaba con los libros de ciencias y las enciclopedias, devoraba los textos mientras su familia consumía televisión, formándose una idea concreta del mundo que lo rodeaba, un universo euclidiano donde por un punto sólo podía pasar una recta paralela a otra, aunque recordaba haber leído algo sobre la geometría de Lobatschewski que postulaba un mundo parecido a una pecera, donde los habitantes aumentaban de tamaño al acercarse a la superficie, algo insostenible para él que sólo concebía aquello que era palpable y desdeñaba cuantos fenómenos no tuvieran una explicación desarrollada en la experiencia, descartando todas esas fantasías imaginables que con tanta avidez acogían las gentes. A pesar de ello las casualidades de los últimos días le habían hecho indagar dentro de su mente, buscando en algún cajón de su pensamiento donde pudiera encontrar una respuesta adecuada al cúmulo de desórdenes que se sucedían en una realidad que para él se manifestaba en armonía consigo misma.

3

A la extraña luminosidad que de vez en cuando irradiaban las bombillas y que eran como borbotones de fuego que ponían los filamentos primero de un rojo subido, para pasar después a un blanco incandescente que extremaba la potencia de la lámpara hasta encandilar la mirada, no la tomó muy en cuenta porque sabido era que la Compañía Eléctrica jugaba con el voltaje de las líneas eléctricas para poner aquí y quitar allá según sus intereses que no eran otros que los de ingresar mucho dinero por las tarifas de electricidad doméstica aunque el usuario tuviera que quejarse frecuentemente y poner el grito en el cielo. Imaginaba que en el barrio coincidía el montaje de algún tinglado y para impedir, como sucedía cuando llegaba el verano, un apagón general que provocaba la indignación del vecindario reflejándose luego en las páginas de la prensa local y en los boletines de la radio y la televisión, habrían aumentado el voltaje para compensar el déficit de fluido de electrones, ocurriendo como en otras ocasiones que al operario de turno se le iba la mano y cuando quería darse cuenta se había pasado con el chorro eléctrico fundiendo media docena de bombillas en cada casa. Se le venían a la cabeza entonces palabras que ya carecían de significado para él porque habían quedado muy atrás en el archivo de la memoria, como ohmio, hertzio o faradio, que le llegaban de los tiempos que estudió bachiller, eso sí con buenas notas que siempre fue muy aplicado en los estudios, y recordaba aquel experimento en el laboratorio de Física cuando don Damián, profesor enjuto con gafas de sol y voz de garraspera aguardentosa, arrimaba una barra de ebonita, a la que antes había frotado un paño de lana, hasta una esfera de médula de sauco que colgaba de un hilo de seda, para demostrar que las cargas de distinto signo se atraen y las que son iguales se repudian, explicando que había dos clases de electricidad, la vítrea o positiva y la ambarina o negativa.

2

Tampoco prestó atención al hecho de que su reloj analógico, que lucía orgulloso porque marcaba la hora en números romanos y no en dígitos, comenzó a demorarse cada tarde cinco minutos a las cinco en punto, aunque sí consideró la necesidad de acercarlo a un mecánico relojero que, previa apertura de tripas, colocara un nueva pila de litio, no tanto por la importancia de la puntualidad y la exactitud del tiempo que para él siempre habían significado un ataque contra los principios de la buena salud, sino porque en su muñeca luciría menos un segundero paralítico que no diera esos pasitos rítmicos que completaban una circunferencia como en un ballet. Por otra parte esa anomalía la encontraba ventajosa porque le supondría ahorrar cinco minutos diarios que, guardados para su vejez, le proporcionarían unas largas vacaciones. Marta, su mujer, siempre le reprochaba con ese acento tan propio que tienen las reprobaciones de las mujeres, más aún si son de la propia esposa, su falta de puntualidad cuando regresaba a deshoras a casa o se retrasaba en una cita y le recordaba la anécdota del reloj de bolsillo que le regaló, cuando él creyó que la cadena de donde colgaba era una herramienta para ahorcar el tiempo y que esas ocurrencias suyas solían exasperarla tanto y entonces discutían, pero que en el fondo estaban de acuerdo en lo esencial y eso era lo importante, y todos los años compartidos que ya iban para doce los habían acercado cada vez más. La experiencia de los años vividos le había demostrado el valor ridículo de las comprobaciones horarias y las medidas cronológicas, como cuando desde el gobierno se ordenaba, en aras de la economía, hacer elásticos los horarios de trabajo y retrasar o adelantar los relojes un par de horas para ganar en producción y en ahorro de energía. Entonces surgían todas las dudas en su cabeza y comenzaba un rosario de interrogaciones metafísicas que no llegaban a ningún lado pero que a él le producían una gran desazón, si no entonces dónde iban a parar esas horas, quién las guardaba o quién las destruía para que no tuvieran una consistencia sólida como las demás horas y días de la semana o qué pasaba con los picos horarios de los años que no cuadraban ni cuando eran bisiestos porque sobraba siempre algunos minutos en los números decimales y que en definitiva le demostraban que esa naturaleza del tiempo no era más que una tomadura de pelo y de las gordas. Un engaño prodigioso para utilizar las vidas humanas en usufructo y tomar de ellas su máximo provecho sin lugar a ninguna protesta.

EL FIN DEL MUNDO

1



Y habrá señales en el sol,
en la luna y en las estrellas.

(Lucas 21,25)





Al principio no dio mayor importancia a que el 'ralentí' de su automóvil se acelerara de imprevisto sin que existiera una causa razonable que hiciera circular el vehículo a una velocidad superior a la ordenada por su pié derecho. Discurrió, desde su conocimiento de la mecánica, que algún organismo metálico se había indispuesto bajo el capó, igual que ocurre con el paso de una estación a otra que la atmósfera varía y entonces la humedad del ambiente es distinta y eso influye en las maquinarias, como influye en la rótula de la rodilla de tío José que nota el reuma cada vez que las bajas presiones y la borrasca le advierten de la probable presencia de lluvias y tío José, con la pierna colgándole y la voz cansina de zahorí, dice con acierto que va a cambiar el tiempo. En los últimos años llovía poco, menos de lo acostumbrado en aquellos lares, lo que podía ser razón suficiente para que el metabolismo del motor, arregostado a la situación, se asustara ante un asomo de humedad porque a veces estos artefactos llegan a ser casi humanos en sus dolencias. Entendió también que quizás sólo se debería a un desajuste en el estárter, a lo que él llamaba la palanquita para tirar del aire.