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A la extraña luminosidad que de vez en cuando irradiaban las bombillas y que eran como borbotones de fuego que ponían los filamentos primero de un rojo subido, para pasar después a un blanco incandescente que extremaba la potencia de la lámpara hasta encandilar la mirada, no la tomó muy en cuenta porque sabido era que la Compañía Eléctrica jugaba con el voltaje de las líneas eléctricas para poner aquí y quitar allá según sus intereses que no eran otros que los de ingresar mucho dinero por las tarifas de electricidad doméstica aunque el usuario tuviera que quejarse frecuentemente y poner el grito en el cielo. Imaginaba que en el barrio coincidía el montaje de algún tinglado y para impedir, como sucedía cuando llegaba el verano, un apagón general que provocaba la indignación del vecindario reflejándose luego en las páginas de la prensa local y en los boletines de la radio y la televisión, habrían aumentado el voltaje para compensar el déficit de fluido de electrones, ocurriendo como en otras ocasiones que al operario de turno se le iba la mano y cuando quería darse cuenta se había pasado con el chorro eléctrico fundiendo media docena de bombillas en cada casa. Se le venían a la cabeza entonces palabras que ya carecían de significado para él porque habían quedado muy atrás en el archivo de la memoria, como ohmio, hertzio o faradio, que le llegaban de los tiempos que estudió bachiller, eso sí con buenas notas que siempre fue muy aplicado en los estudios, y recordaba aquel experimento en el laboratorio de Física cuando don Damián, profesor enjuto con gafas de sol y voz de garraspera aguardentosa, arrimaba una barra de ebonita, a la que antes había frotado un paño de lana, hasta una esfera de médula de sauco que colgaba de un hilo de seda, para demostrar que las cargas de distinto signo se atraen y las que son iguales se repudian, explicando que había dos clases de electricidad, la vítrea o positiva y la ambarina o negativa.

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