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Aquel fin de semana Marta y los niños, Sabina y Abel, se habían ausentado de la casa para pasar unos días junto a Enriqueta, la madre de Marta, y a tío José que volvía a estar achacoso de su reuma porque ya se sabía que era ver aparecer una nubecilla en lontananza y le cambiaban los humores como de la noche al día. Allí los niños podían gastar energía entre juegos y correrías y ver que el mundo tenía otros colores y olores para sus sentidos que no los establecidos por los límites de las paredes del piso que habitaban, donde aire más puro y vegetación exuberante estimularan la viciada vida de sus células urbanas. Para él era la ocasión de hacer de hombre de la casa y comprobar desde la soledad, cuánto se echa de menos a los demás cuando no suelen estar, relajarse y pensar en todos esos fenómenos que con frecuencia discontinua habían estado demostrándose en los últimos días. Una noche que dormitaba en el sofá frente al televisor le extrañó percibir súbitamente una luminosidad prodigiosa que despedía la pantalla y percibir como palpables la secuencia de imágenes de un intermedio publicitario. Se frotó los ojos para despabilar de su somnolencia porque aquellas siluetas parecían salirse de la pantalla como en un holograma y comenzó a sentir un sudor frío que, pensó, pudiera ser por una mala digestión o por haberse pasado con el vino, hasta que vió salir de aquel cuadrado de luz una sirena con el cabello pelirrojo que mientras le ofrecía unos pantalones vaqueros, sentenciaba la frase 'sentirás no llevarlos'. Luego fue un señor bien trajeado que, sentándose con educación a su lado, le convenció de que los tipos de interés del banco que representaba eran los más ventajosos del mercado, haciéndole firmar un contrato para un seguro de vida. Apenas se marchó el señor con cara de presentador de televisión, entró por la pantalla una rubia despampanante que sugerente le susurró al oído: ‘¿Adivinas quién sale de fin de semana? Tiene un gran coche y no se priva de nada. Sin agobios para pagarlo y poder disfrutarlo. Cambia de coche. No de vida’. Aquella frase hiriente le arañó en su subconsciente de hombre abandonado en el hogar y desconectó el televisor casi por instinto y, a pesar de no ser muy adicto a la bebida, corrió hasta donde guardaba una botella de güisqui. Necesitaba un trago para pasar el mal trago y dormir para ver si el día terminaba y con él todos los desvaríos y amanecía otro donde sus biorritmos hubieran mejorado.

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