EL CHIVATO


Pepico fue un niño gestado en la guerra que nació, como muchos de aquella época, con el hambre atrasada. Al crecer tuvo empleo de niño de posguerra y trabajó en la vega como muchos zagales. Recogía turrillos y zocas y sacaba el tarquín de las acequias. Por supuesto, fue empleado muchas veces como recadero y enviado, junto al burro Chocolate, a llevar la comida a su abuelo.
A menudo el hambre licenciosa le impulsaba a deshacer hatillo de la comida y un día probaba la salamandroña, otro chupaba las morcillas y un tercero cataba el puchero de coles. En cierta ocasión el abuelo, con bondad, le reprochó lo que hacía y le dijo que compartiría su comida pero que no destapara más el almuerzo en mitad del camino para catarlo.
Pepico, ofendido por haber sido descubierto, inquirió al abuelo quién le había contado lo que él hacía. Ante la inocente pregunta infantil el abuelo acusó al burro de ser su confidente. Pepico agachó la cabeza, cogió la cuerda y tiró de Chocolate hasta perderse en un vericueto de la vega. Allí miró de frente al animal enfurecido y, mordiéndole una oreja, le espetó: «esto es para que no te chivates más».

LOS MARTINICOS


En memoria de mi mamica Carmen


Voy a contar una historia de cuando la luna se chupaba a los niños con un canutero en las noches de plenilunio y teníamos que andar por las calles debajo de los aleros y cornisas de las casas, por el angosto corredor que formaban las sombras angulosas de las limatesas, temerosos a ser absorbidos hasta un paraje lunar de donde, nos decían, jamás se torna. Eran tiempos con viviendas deshabitadas que hospedaban espantos y que a los niños nos gustaba distinguir marcando cruces de tiza en sus puertas, y en las noches, al tañido de las doce campanadas, las ánimas benditas recorrían, en procesión espectral, el Camino del Cementerio hasta el camposanto y pobre del mortal que se topara con ellas pues lo arrastrarían hasta su morada. También era común entonces que en los hogares se alojara algún tipo de duende que unas veces resultaban ser un huésped maleducado o travieso, otras benefactor o simpático y, en ocasiones, lo había charlatán o martirizador, según la especie a la que perteneciera. Aunque de los muchos relatos que yo escuché, los más comunes y domésticos eran unos llamados martinicos.

Las largas noches de invierno, guardados al rescoldo del brasero de la mesa-camilla, cuando las personas mayores concurrían en derredor de su calor con amigable charla, eran las más socorridas para alimentar nuestras pueriles y ensoñadoras mentes. Fue en una de esas veladas ventosas y frías de febrero cuando tuve la primera noción de la existencia de los martinicos. Decaía la conversación en tópicas referencias de hechos cotidianos y algunos de los contertulios habían abandonado camino del lecho, cuando unos repentinos golpes, distantes y casi irreales, que provenían del interior de la pared que sostenía el reloj de cu-cú, me estremecieron. Como la tertulia había sido pródiga en narraciones sobre espectros y fantasmas, mis ojos temerosos buscaron una complicidad sosegadora que diera explicación a los ruidos. Advirtieron pronto mi temor infantil porque mi abuela sentenció, como si nada, "son los martinicos".

Pregunté entonces, aún más angustiado: "¿Los martinicos? ¿Quiénes son esos martinicos?". Mi madre, toda candor, me explicó con la voz dulce y las palabras blandas que las madres tienen para sus hijos, que se trataba de unos duendecillos que vivían en las paredes de las casas, rara vez avistados por persona humana y que al anochecer golpeaban con sus martillos en el seno de los muros. No debió serenarme lo suficiente su respuesta ya que se apresuró a decir que no me preocupara, porque aquellos seres misteriosos no hacían mal a nadie. Aquella noche mi inquietud me hizo dormir mal y me fui a la cama con el alma en vilo. Ni que decir tiene que recé con más fervor que nunca el "cuatro esquinas tiene mi cama, cuatro angelitos me la guardan...", con el anhelo de que aquel cuarteto celestial hiciera la más férrea de las custodias sobre mis inocentes sueños. A pesar de ello me sumergí en un duermevela con la imagen de una descomunal factoría, donde interminables escaleras en miniatura se confundían en un dédalo de direcciones arriba y abajo y una miriada de hombrecitos, provistos de diminutos martillos, picaba incansables hasta el amanecer las paredes de la casa.



Pasaron los días y mi ensoñadora cabeza retenía ese recuerdo hasta que una noche de verano, cuando buena parte del vecindario acudía, al refrescar la jornada canicular, a la puerta de doña Micaela, arrastrando sus sillas de anea para mezclar las palabras con el olor dulzón de jazmines y azahares que flotaban en el aire, volvió a surgir la conversación. Doña Micaela, una mujer septuagenaria, casada con don Miguel, era la abuela del barrio. Repartía entre todos los niños de la calle Comedias el cariño y las chucherías que no pudo darle a sus hijos nonatos. Don Miguel era un hombre de presencia afable, sonrisa casi perpetua y cara de abuelito bonachón, con una paciencia a prueba de santos. Se había ganado la vida realizando infinidad de oficios y por sus manos casi mágicas, en su recogido taller, pasaban cuantos utensilios domésticos habían paralizado su funcionamiento mecánico. A los niños nos gustaba curiosear con la mirada entre sus cachivaches ya que sobre nosotros pesaba la prohibición tajante de tocar los objetos de aquel su santuario.

Se animaba la conversación en la noche estival cuando un ruido de caída de cacharros que provenía del obrador, sorprendió a todos y creó una atmósfera muda. Ante el silencio súbito y expectante, puestas las miradas en el interior del caserón desde donde llegó el estruendo, don Miguel comentó: "otra vez me están trasteando los martinicos en el taller". Hubo risas y carcajadas entre la veintena de personas congregadas de toda la callejuela en la puerta de doña Micaela, pero mi corazón palpitó más aprisa y mis orejas se levantaron enhiestas como las de una liebre. Fue entonces que el viejo artesano, a fin de acallar a los incrédulos, comenzó a narrar uno de sus fantásticos relatos mientras se me erizaba la piel: "No sé a que vienen esas risas. En mi taller son continuadas las correrías de los martinicos. Algunas noches de insomnio, cuando bajo a la oscuridad de mi cuarto de trabajo para fumarme un cigarrillo y vencer el tedio angustioso de una larga velada, he podido divisar la silueta escurridiza de algunos de estos hombrecitos. En ocasiones desaparecen partidas de clavos, pequeños tornillos y piezas mecánicas ligeras; del costurero de Micaela siempre faltan botones, alfileres, broches, agujas y hasta bobinas de hilo. En cierta ocasión tuve que desistir de la reparación de un antiguo reloj de esfera nacarada y números romanos, porque manecillas, volantes y tres ruedas dentadas se perdieron como alma que esconde el diablo", y dicho esto se santiguó.

Todos los vecinos escuchaban atentos sus explicaciones y yo, sin parpadear apenas, permanecía embobado, ansioso por conocer cualquier por menor de los duendecillos. Don Miguel prosiguió: "No es sencillo ver a uno de estos duendes, pues cuentan que tan sólo a los limpios de corazón y mente cándida les está permitido encontrarse con ellos. Hay quienes opinan que su tamaño es el de una pulgada de altura, mientras otros los suponen tan pequeños como una hormiga y que al salir de tabiques y cerramientos, donde habitan en colonias quincuágenas, alcanzan una corporeidad muchísimo mayor, llegando hasta la mitad de una cuarta. Los martinicos suelen salir por las rendijas de las citaras, los registros dejados en las mamposterías, por los recalzos de los cimientos y los dentellones de las bovedillas, incluso en algunas ocasiones lo hacen por los albañales. Mi abuelo me contaba que sólo salen en las noches porque son albinos y huyen de la luz".

Al llegar a este punto de la narración, don Miguel, interrumpió el relato para mojar con su labios irisados el papel de arroz del cigarrillo de tabaco de hebra que, mientras hablaba, había estado liando con sus manos escabrosas y gastadas, para proseguir una vez lo tuvo encendido con su mechero de yesca y hubo dado la primera chupada: "Los martinicos prefieren las construcciones añejas donde abundan los entabicados de cañaveras, las cubiertas de madera y así andar por los tornapuntas y los tirantes, y las medianerías de gran espesor a las que llegan desde los cimientos por los azunches que los conducen a las entrañas de la tierra donde custodian celosamente todas las pequeñas piezas de oro y plata que desaparecen de los hogares. Valiosos tesoros que algunos hombres buscan con vana fortuna".


A partir de aquella noche fueron reiteradas las visitas que efectué al taller de don Miguel, siempre con el deseo contenido de oírle hablar sobre los duendecillos de las paredes. Un atardecer a la salida del colegio que era cuando solía merodear en sus tareas, el abuelo Miguel me confesó un secreto que a nadie debería revelar. Durante varios años se entretuvo en construir lo que el denominaba trampa de duendes y que consistía en una especie de minúsculo laberinto de espejos que conducía hasta una cajita forrada de terciopelo en su interior, y que don Miguel había probado eficazmente entre ratones y cucarachas. Aquel invento me colmó de felicidad y de incertidumbre ante la idea de poder ver al fin uno de aquellos diminutos seres. Únicamente restaba el mecanismo automático de cierre para culminar la industria.

El ingenioso artilugio no fue concluido porque la muerte llamó al poco tiempo al bueno de don Miguel, pero de mis continuadas visitas pude conocer algunos de los hábitos más comunes que rodeaban a los martinicos y que a él le gustaba detallarme. Decía de estos duendes que tienen por costumbre atender a todos nuestros diálogos para luego reproducirlos a modo de parodias y chanzas de la condición humana, en mitad de sus fiestas, a las que son muy proclives. En opinión de unos, los más seniles alcanzan los tres siglos de existencia, aunque para otros es mucho más razonable que sean inmortales.

Los años de mi infancia pasaron como un suave céfiro y yo me hice un mozalbete entregado a los estudios de álgebra y lengua española, pero ciertas noches accedían a mí, como un eco brumoso perdido en la memoria, las palabras de don Miguel. La casualidad hizo que entablara amistad con don Salvador Huertas, párroco de la Iglesia Mayor de la Encarnación, hombre de pequeña estatura y conversación vivaraz, con quien trataba de las muchas dudas que mi mente estudiantil acumulaba. Cierto día, mientras debatíamos largamente sobre la cuestión de los anatemas, salió a relucir el asunto de los martinicos, al hilo de unos ruidos que provenían del retablo de la Esperanza y que eran, según don Salvador producidos por los martinicos que llegaban desde los contrafuertes de la calle Sacristía. Ante mi interés él me remitió a la existencia de un manuscrito anónimo, conservado en el archivo de la Iglesia Mayor y que fue utilizado por don Antonio Ramón Micas para la redacción de su Cuaderno de Apuntes de la Historia de Motril en 1796. Pedí permiso para bucear entre escritos y legajos y hallé aquel librito, sin cubiertas y amarillo, que con trabajosa lectura, dado su antiguo lenguaje, el grafismo curvado de sus caracteres y el deterioro encargado al paso del tiempo, intenté descifrar hasta descubrir un capítulo que mencionaba al Consejo de Ancianos de la ciudad y al alguacil don Fernando de Castilla, citando el mercado de los viernes donde se comerciaba con trigo, cebada, cañaduz y otros productos, así como un suceso que aconteció a un vecino que bajaba al mercado desde Pataura, fragmento que por lo interesante reproduzco aquí literalmente:



... en tiempo de los moros, en la villa de Motril,
hazia la parte de Pataura, huvo un honbre que iva e
venia a la dicha villa de Motril, por pescado, e açucar
e arroz e cañas duces e otras cosas. Ansy havia sienpre
de passar la alqueria de Pataura a que esto fue noche
de ynvierno, cuando acontecio gran ruido de tañidos de
ferro que ficieronlo entrar en gran temor que por caso
fueran salteadores o matadores o otros cualquier
trayçion, entro e vio hasta diez o doze honbrecitos...





Muchos testimonios orales recogí con el paso de los años y continúo haciéndolo, pero aquella prueba de la presencia histórica de mis pequeños amigos me con movió y me sigue impresionando a pesar de que estos tiempos actuales no sean los más apropiados para creer en duendes, ni las arquitecturas modernas convenientes para cobijarlos. Pero mi pareció que esta si era una buena ocasión para exponerlo relatado, en un intento de rescatar una de nuestras señas de identidad.

Discusión matrimonial


− Mira Pepe tú no sabes lo difícil que lo tengo para llegar a fin de mes con lo que tú me das − la mujer hizo una pausa −. Por todo, ya te digo, no sólo es por el dinero, es la casa que le hacen falta unos arreglillos − sollozó sincopadamente −. Y luego está lo de la niña que se ha empeñado en trabajar de camarera en un bar de noche, para volver a las tantas. Y tú que nunca me ayudas, te callas y dejas las cosas correr. Pero a mí se me fríe la sangre con cosas como esta, qué quieres que te diga.
La mujer sacó un pañuelo de papel del bolsillo y se apretó las aletas nasales para proseguir con su retahíla de lamentaciones.
− Y de tu hijo mayor qué me dices. Va a dejar los estudios porque primero está lo de estabilizar su relación de pareja. Desde que conoció a esa tiene el juicio en otra parte, no se da cuenta donde se mete.
Un tumultuoso silencio se acercó hasta el lugar donde estaba la mujer que se retiró unos metros. Puso cara de circunstancias, es decir, se apenó mientras pensaba «bueno mi Pepe ya tiene otro más con quien hacer amistad». Cuando el cortejo se marchó pasó el pañuelo de papel por la foto que había en la lápida.
− Tú siempre tan callado y dándome la razón como a las tontas − y se despidió.

El veneno de la salamanquesa



La salamanquesa torció su boca en un gesto depredador y sacó la lengua para lamer su hocico. Permaneció perpleja en una extensión de tiempo que le pareció infinita, sujetada como estaba en la ingravidez del techo. Como hipnotizada por el tedio de la atmósfera que respiraba, olvidada del resto del mundo e inerte durante horas y horas, meditaba la absurda naturaleza de su existencia, emparentada con los vestigios más lejanos de la vida, desabastecida de admiración y condenada a su repugnante condición de saurio. Y más allá del desafecto adquirido por su forma de ser, la inquietante soledad de su meditación cartilaginosa, aplastada y cenicienta.

«Mordedura de suerte y poquito de miseria. Conjuro de pata de cabra viuda y madrecita del alma que no me falte tu aliento, mientras me acuerde de todas las veces que me has socorrido. Troncho de col y agua de colonia, noviecita mía haremos un nidito de amor con poca cosa. Para adentro las lágrimas, para adentro, que no se note la copla triste, que la vida te empuje como miel sobre hojuelas, que te soporte tanto como tú a mí, y que, en silencio, volvamos a nacer de nuevo en nuestras cosas pequeñas y en las horribles muestras de sinceridad. Que tu sonrisa me lave por la mañana y que tú, virgencita, me compongas el ánimo al ir a trabajar. Que no me faltes nunca, nunca, que no me faltes, con tu carita de ángel recién lavada y tu acento de azucena».

Miró hacia atrás y no vio nada, sólo un dolor agudo, como de aguja ahilada que traspasara su nuca, un dolor crónico de paso de tiempo reumático. Agachó la cabeza y entendió de repente, como si hubiera adivinado en la superficie de un charco formado en el suelo, los días huidos cuando era una niña. Aquella decisión de vivencias pretéritas la trasmutó en otra persona y desde entonces, comprendió, que cada escalón había sido una miseria más. Una tristeza más en su hondo pesar. Recordó aquel sueño que le contó su madre, cuando mandó, al fantasma aparecido de su padre, "a arrancar esparto" que era como decirle "vete al infierno y que Dios no te haya perdonado por todo lo que nos has hecho pasar".


− ¡Mata al bicho!− y el primer escobazo sonó zas contra la pared encalada. La salamanquesa zigzagueó con movimientos eléctricos por el dédalo del destino nuevo e imprevisto y adivinó una grieta oscura y clandestina para zafarse de sus agresivos perseguidores, hundiéndose en la frontera de la luz y desapareciendo como para sus adentros.
− Has fallado − farfulló irritada la niña.
− Ha sido por tu culpa − replicó el desatinado cazador excusando su ineptitud pueril que con los años sería una cualidad de su persona.
− Otra vez lo hago yo, torpe − Le reprochó Anabella, con ese enojo de muñequita linda y rubia que aparentaba, mientras los rizos le colgaban por el cuello. La puesta en duda de su puntería y el calificativo hiriente, provocaron en Lucio una animosidad de gallito impúber, mientras su redonda y mofletuda cara enrojecía y se hinchaba, y con actitud amenazante de escoba, le espetó un a que te doy. Terció, en ese momento crispado de la discusión, un timbrazo seco y largo, cuyo eco arrastró el ring por el corredor de la casa hasta donde beligeraban los niños extinguidores de animales, su sonido fue como la convocatoria de una diana. Una disputada carrera de codazos y empellones, descolocando muebles, precedió a un papá unísono, antes de alcanzar la puerta de la casa para descorrer el pestillo.
La figura alta, de oscura delgadez, enmarcada en un uniforme azul militar, presentó a un hombre treintañero en el umbral de la puerta. Los polluelos se abalanzaron sobre él para besuquearlo y el hombre se encorvó para abrazar a la pareja de niños, mientras esbozaba una leve sonrisa cariacontecida. Le brillaban con tenuidad las estrellas sujetas a sus hombreras rojas, mientras con actitud protectora interrogaba a sus hijos sobre qué hacían antes de su llegada. Caminaron los tres por un corredor laminado de maderas nobles, entre objetos dorados, cristales bruñidos y muebles de presencia barroca y mal gusto.
Los tres se sentaron a charlar sobre las próximas vacaciones. Germán mantenía sus brazos estirados sobre los hombros de sus hijos, en una muestra de ternura paternal que descargaba todo su traumatismo militar, gangrenado en las horas de trabajo y en los ratos oscuros de vacía soledad. Lucio se obstinaba en meterse un dedo en la nariz sin ser visto y Anabella se arrebujaba cariñosamente contra su padre.
− Alquilaremos una cabaña en la sierra y daremos grandes paseos − decretó Germán con voz solemne-. Después iremos a visitar a los abuelos.
− Pero yo quiero ir al parque de atracciones y entrar en la bóveda del terror − rezumó caprichosa Anabella.
Lucio que no se inquietaba por los pronósticos vacacionales imaginaba la cantidad de salamanquesas y lagartijas, a las que el emparentaba con la misma familia de los gecónidos, que podría cazar en el bosque, pero también pensó que quizás en el mar hubiera otras especies acuáticas más llamativas y se le ocurrió decir:
− También podríamos ir al mar y visitar a mamá.
La última sílaba 'ma' resonó en varios ecos dentro de la habitación. Anabella estuvo a punto de gritar imbécil pero el gesto adusto de su padre que se incorporaba la frenó.
− Te he dicho muchas veces Lucio − pronunció con empaque y solemnidad Germán − que tu madre no tiene una vida normal y que lo mejor es dejarla que viva a su aire. Podría estar aquí si ella quisiera... − Y las últimas palabras ya sólo sonaron en su pensamiento: «pero es un mal bicho y tiene que morirse aplastada».

Rosario levantó la cabeza para mirar el televisor por encima de la luz concentrada de su lamparilla, en un reflejo brusco, buscando la referencia de la pantalla iluminada. «¡Qué guapo es!», pensó entristecida chupando el aire para adentro, mientras distraía su concentrada atención del desgarrón de la camisa que zurcía. Las siguientes imágenes le llevaron hasta la interrogante metafísica de dónde se acumulaba más la celulitis, ¿en las nalgas? ¿en el pompis? ¿en las caderas? "Este verano pasa de celulitis. Lea la revista Sex Virgen y denúdese al sol que más calienta". Desconectó su atención de las secuencias y obligó a sus manos a continuar la tarea de pasar la aguja enhebrada por el tejido roto.
Sobre el aparador fotos antiguas devolvían su imagen más joven, más enigmática, más alegre. Rostros que se mostraban en diferentes tiempos, adultos y niños en decorados distintos, casi ensoñecidos por la humedad del tiempo. Todo enmarcado bajo el signo de lo irreconciliable, de lo que fue y no volverá a ser. Penosa y solitaria, distraía las horas ocupada en quehaceres para los que no había una insumisión doméstica de cacerolas, acostumbrada a sobrevivir en los médanos de la dificultad. Rosario era una mujer de grandes ojos fijos que hablaban desde su profundidad oscura, pelo castaño que se tornaba moreno al atardecer, deshacedora de entuertos y abogada de los sentimientos que por poderle a veces se la comían.
Recluida en su rincón del mundo se sentía útil a los demás que la comprendían benefactora pero de rara presencia, rehecha de aquella amputación dolida de su dos hijos. − Nada pude hacer contra aquella sentencia injusta − se lamentaba Rosario −, todo fue preparado para que el magistrado dijera su veredicto a favor de mi marido. Gemir en silencio fue lo que hice, después de envenenar a los niños con artimañas. En privado Luis me pidió que volviera con él, que retiraría todo lo dicho. Y volver a qué, a ser su fregantina, la señora de un militar domeñado por una madre que mandaba en su apocado hijo como si fuera un general.
Liliana y Miguel mantenían presta la atención, como en confesión, en el relato de Rosario. − Me acusó de ser una puta, de tener varios padres para mis hijos, como si fuera una cualquiera que recorriera las esquinas de las calles en busca de hombres y el juez le creyó, le creyó porque era su causa de hombre, pero no era verdad. Me dijo que era como una salamanquesa que escupía veneno.
− Pero las salamanquesas no escupen veneno, eso son sólo supersticiones populares que no tienen fundamento alguno − replicó Miguel −, además de que su efecto en los hogares es beneficioso, ya que limpian de insectos la casa −. Luego permanecieron mudos los tres durante unos largos instantes. Rosario buscaba la complacencia de la pareja y continuó hablando con la vista medio nublada y sumergida en los recuerdos, esos mismos recuerdos que a veces la devoraban poco a poco.


«Hola Anabella, soy mamá...Cómo van tus clases de danza... ¿Sí?...Yo estoy bien, guapita. He encontrado un trabajo y vivo en una casita frente al mar. Esto es bonito. Si vienes con tu hermano en vacaciones podréis bañaros en la playa, ¿Qué tal tiempo hace ahí?… ¿Frío?… Aquí tenemos un poquito de calor... Que este verano vais con vuestro padre a la montaña... ¿No podréis venir?... ¿Y tu hermano?... Dile que se ponga... ¿Cómo estás Lucio?... Discutes con Anabella... Pero tú sabes que eso no es cierto... ¿Y tus clases de kárate?... No, no eso no es verdad, son las cosas de papá. No tengo ningún novio... Adiós... Cuidaros mucho... Os quiero... pi-pi-pi-pi».

− Mis hijos ya no son mis hijos − les sentenció a Liliana y Miguel −, él se ha encargado de hacerles creer todas las mentiras que inventó para arrebatármelos. Soy para ellos un ser despreciable y monstruoso que los emponzoña si los toca y mi cariño no deja de ser inofensivo. Cada vez que los busco los traslada de un lugar a otro para evitar que los encuentre. Pero sé que me quieren, sobre todo Lucio, mi pequeño desvalido, él me sigue adorando. Anabella en cambio cada vez pertenece más a ellos, a su padre y sobre todo a su abuela que la adoctrina en esos terribles modales para convertirla en una señoritinga. Hace como si los hubiera abandonado pero yo aún los encierro en mi corazón.


«Ay ánimas del purgatorio que no me falten las fuerzas, que mañana despierte cuando el sol me salude, que vele el sueño de mis pequeñines. Todo el día en la cocina con la sal y el perejil, con el almirez y el alioli. Santa Rita bendita, patrona de los imposibles dame fuerzas para seguir que no se me quiebre este aliento. Y san Antonio, cara de rosa, cásame a mi hija que tengo moza. Tocino de cielo y arroz con leche que le gusta a mi niño, niñito bueno. Flan con natillas y virgencita del Perpetuo Socorro alíviame esta tristeza».

Lanzó un suspiro acuoso como de glu la salamanquesa mientras, con sus dos ojillos fijos como cabezas negras de alfileres, observaba la película de gelatina traslúcida que cubría su par de huevecillos y pensó aliviada en la gestación tranquila e inocente de sus saurios nonatos. Comenzaron a crispársele las escamas tuberosas con un chasquido de crisp-crisp que le desasosegaba hasta el punto de hacerla salir de su receptáculo, para mirar el mundo inverso de las cosas absurdas, sórdidas. Abandonó la oquedad y con el plof-plof silente de sus ventosas al sujetarse en la superficie lisa, fue a establecerse sobre el ángulo de la habitación oblonga de realidades aplastadas y quedó inmóvil, petrificada frente a la vórtice velocidad de los seres cambiantes.