La visita

Toc-Toc
—¿Se puede?
—Adelante.
—Buenas. Tiene usted un ‘blog’ muy curioso —le dijo—. Aunque se le ve un poco solitario.
—No tengo muchos vecinos, no. Tampoco viene a visitarme mucha gente. Es cierto. Pensé bautizarlo como ‘La estepa rusa’ o ‘El mar de la serenidad’. Pero no me quejo. Lo mantengo abierto porque me gusta venirme aquí un rato por las tardes o de madrugada, cuando parece que todo el mundo se calla. Algunas noches, miro hacia fuera y veo como un humillo blanco que se eleva de los edificios. Son los sueños que la gente tiene. He fabricado una máquina que captura ese humo y los traduce. Luego las traducciones las suelo colgar entre estas cuatro paredes.
—Entonces ¿es una bitácora para soñadores?
—Bueno más bien para ilusos que dicen algunos.
—De ilusión también se vive.
—Sí, esto a veces parece una ilusión, otras no.
—¿Cuándo parece más real?
—Cuando se presenta gente como usted y charla conmigo, así en plan amistoso.
—Lo cierto es que no tenía nada que hacer. Si no igual paso de largo. Ya le digo que como no tiene mucha parafernalia, ni dibujitos, ni fotos. Ni tampoco nada de sexo con lo que llama la atención, ni de política que pica mucho a la gente. Podía poner algo… unos enlaces luminosos, una radiografía de su esqueleto o, que le digo yo, una oferta: una entrada para un espectáculo al que deje un comentario. Puede sobornar a esos que hacen listas de ‘blogs’. Dicen que si pagas algo te suben de posición.
—Déjelo es igual.
—Hoy he leído en Internet que cada día nacen cien mil nuevas bitácoras. Son muchas ¿no? A este paso va a ver superpoblación. Cada 230 días se duplica su número.
—Sí, cada día somos más pero hay mucha diversidad. También una profusa repetición. Ocurre igual en el Universo: millones de estrellas formadas con muy pocos elementos.
—A este paso se convierten ustedes en el quinto poder.
—Ese análisis lo hacen los optimistas o quienes son arte y parte de este negocio con unos intereses muy concretos.
—¿A quién le teme más?
—A los segundos. Son los gurús de la blogosfera y engañan a la gente.
—Parece usted un descreído.
—No me gusta meterme con nadie, pero no puedo dejar de ser escéptico. Detrás de un juicio así hay intereses concretos.
—La verdad que para mantener esto abierto hay que estar sobrado de tiempo. Tengo un amigo que dice de ustedes, los bitacoreros, que tienen mucho tiempo libre y por eso se dedican a este asunto.
—Bueno es un sambenito que nos han colgado como otro cualquiera. Pero mantener esto limpio y ordenado lleva lo suyo, no se crea.
—También alimenta el ego una barbaridad, que hay cada uno por ahí…
—No, si tiene usted razón. Pero yo la verdad no soy ambicioso, es para echar el rato y matar el tiempo.
—¿Ha matado mucho tiempo ya?
—Alguno, no se crea. Ve esos sacos amontonados en aquel armario. Es tiempo muerto que he ido matando aquí.
—Pues sí que… ¿y es difícil matarlo?
—Cuando más me cuesta es en las noches de insomnio. No hay forma.
—Se le ve cansado de esta vida.
—Más que cansado de vivir estoy exhausto por lo vivido.
—¿Se viene conmigo?
—¿Dónde iremos?
—Lejos.
—¿No podré regresar?
—No.
—¿Podré construir otra bitácora allí donde vamos?
—Lo desconozco.
—¿Es usted la ignorancia?
—Soy la primera duda y la única resuelta.

El jersey de lana


Esta mañana he tenido que tirar el jersey de lana. Lo metí en la secadora y ha encogido. No me gusta despedirme así de las cosas a las que le tengo cariño. Lo había echado a lavar porque se me manchó el día anterior cuando después de comer decidí echar un polvo con mi novia y al final salió salpicado. Lo del polvo fue porque al final de una cinta de vídeo había quedado grabado un trozo de película porno y nos animamos. La noche anterior dejé el vídeo preparado para grabar un programa sobre la evolución de la vida en el planeta Tierra. Lo había visto anunciado en el periódico del día que alguien se dejó olvidado en el metro. Nunca cojo el metro pero tenía prisa y el autobús tarda una hora en llegar. Ese día salí de trabajar un poco más tarde de lo habitual porque mi compañera de oficina se empeñó en demostrarme cómo funcionaba una nueva versión de un programa de ofimática. Nunca me puedo negar a lo que ella me pide; es siempre tan atenta. En mi último cumpleaños me regaló un desnudo de su cuerpo y lo que llevaba puesto que era el jersey de lana.

Caperucito Feroz y la Loba Roja



Este es un cuento a favor de la igualdad de género, en defensa de la coeducación y por un mundo donde los personajes de los cuentos populares cambien sus roles. Por ello Caperucito Feroz se convirtió en un personaje controvertido dentro de los cuentos clásicos, no sólo porque cambió de género al protagonista sino porque además asumió propiedades de su antagonista, el cual pasó a llamarse la Loba Roja.

Pormenorizados dichos asuntos, puede comenzar el proceso narrativo que desarrolla este cuento, a la espera de que no existan otras interferencias que lo impidan. En especial, pienso en algunas que cuestionan el principio de autoridad del narrador y que pudieran derivar en una mala historia.

Había una vez un niño hiperactivo. Su padre, que quiso ser padre soltero, le había hecho una capa con caperuza para los días de lluvia y el muchacho la llevaba tan a menudo que todo el mundo lo llamaba Caperucito. Lo de Feroz vino después por lo cruel de la historia.

Un día, su padre le pidió que llevase unos pasteles a su abuelo que vivía al otro lado del bosque. El abuelo era diabético, pero al padre de Caperucito le urgía cobrar la herencia, para lo cual ingeniaba estratagemas de cómo cargarse al viejo siempre abocadas al fracaso. Le recomendó que no se demorase en el camino, pues cruzar el bosque era muy peligroso, no para él sino para los pobres animalitos que el niño mataba por el camino y, sobre todo, por la Loba Roja, una especie protegida por las leyes en peligro de extinción y que si el niño lastimaba el padre debería pagar una cuantiosa multa.

Caperucito Feroz se encaminó hacia la casa de su abuelito con la cesta llena de pasteles que, esta vez, eran sin azúcar. Antes el niño tenía que atravesar el bosque, un lugar siempre ejemplarizante por los personajes y las escenas que encontraba a su paso. Allí aprendió a diferenciar entre las relaciones sexuales de los humanos y de los animales, el porqué estaba de moda la piromanía, la caza de especies en vías de extinción y lo divertido que era disparar con gomero a todo lo que se moviera. En el bosque estaba como en su casa.

De repente vio a la Loba Roja que hacia régimen de adelgazamiento y estaba un poco esmirriada.

— ¿A dónde vas, loba? — le preguntó Caperucito con los ojillos vivos de niño que prepara una travesura.

— Hago ‘footing’ para adelgazar — le dijo a Caperucito.

— Cada día estás más flaca. Da asco verte — le soltó el niño.

— Y tú Caperucito dónde vas tan guapo.

— Voy a casa de mi abuelo a llevarle unos pasteles con arsénico que le ha preparado mi padre y que el viejo no se comerá porque sabe que mi padre anda detrás de la herencia. Y después jugaré a la ‘Game Boy’, pero cuando vuelva te preparas, anoréxica.

Caperucito puso su cesta en la hierba y comenzó a coger setas venenosas y pensó: «ahora tengo que quitar de en medio al abuelo para que no me mande mi padre más a cuidarlo. Todas las tardes tengo que venir a atenderlo y me pierdo echar un partido de fútbol con mis amigos».

La Loba Roja se marchó sin decir nada, pero imaginó que tanto Caperucito como su padre, cada uno por su cuenta, lo que pretendían era matar al abuelo. Entonces decidió ir a avisarle de las intenciones de sus familiares consanguíneos. El abuelo escuchó a la loba y resolvió que fueran pareja de hecho la loba y él, además de desheredar al padre y al hijo.

Al poco llegó Caperucito y se quedó pasmado cuando vio al abuelo y a la loba abrazados. 

—Abuelito, abuelito, ¡qué haces con esa guarra!

— Niño eres un maleducado, hijo de la generación de Tarantino. Tú consideras que tienes todos los derechos y ningún deber, no tienes cultura y tu padre te ha malcriado dándote todo lo que le pides. Y además te crees que la vida es un videojuego.

— A mi padre se lo voy a decir. 

— No te alteres — dijo la loba al abuelo —. Las cosas se resuelven con diálogo, sin violencia.

Caperucito Feroz cogió el móvil e informó a su padre de las intenciones de la pareja. El padre cogió su escopeta de furtivo y se presentó al instante.

Aquí debería finalizar el cuento porque puestas, así las cosas, de seguir esto puede acabar como el rosario de la aurora o como una crónica de sucesos. Así que ahora, como narrador atribulado y cobarde, huyo de la escena y les pido, a ustedes, queridos lectores, que imaginen el final. O mejor que lo escriban.

Pie de foto

Alfredo había fotografiado, con su flamante cámara digital, cada segundo del tiempo de su existencia, cada detalle circundante durante los tres últimos días. Sus ojos no veían otra realidad que la revelada por el objetivo de su nuevo juguetito. Pero todo se precipitó la mañana que un aullido de su mujer le hizo salir del aislamiento fotográfico. Corrió hacia el cuarto de baño desde donde ella lo requería horrorizada.
—Mira un alien —le dijo. Alfredo sonrió.
—No es más que un insecto. Algo extraño, eso sí —le respondió.
—Pero se parece a alien.
—Las películas de ciencia-ficción copian el diseño de sus monstruos tras observar el mundo de los insectos —le detalló para sosegarla—. No te muevas que no se espante. Voy a por la cámara.
—Eso, lo único que te importa ahora es hacer fotos.
Alfredo volvió en un periquete y enfocó al extraño insecto con su cámara de 10 millones de megapixeles. Hizo un primer disparo y saltó el flash. Ocurrió entonces algo insospechado. Cuando el bicho recibió la luz de repente duplicó su tamaño. Se hizo mayor y cambió su forma.
—Oh! –exclamó.
—Arrrggg! —gritó ella con asco.
—Eso debe ser porque la luz aumenta la velocidad de duplicación celular —definió para apaciguarla. Existen microorganismos que al percibir un aumento de temperatura aceleran su cinética de crecimiento. Este debe ser sensible además a la luz.
Ante tal maravilla, Alfredo volvió a clicar su cámara. El insecto dobló su volumen y adoptó una nueva figura. Alfredo, perplejo y boquiabierto, separó la cámara de su rostro para ver el prodigioso acontecimiento. Su mujer corrió lejos del cuarto de baño para llamar al servicio de emergencias.
El asombro obligó al índice de Alfredo a disparar continuamente. A cada clic una nueva figura y un ser más colosal.
Al día siguiente fue portada de todos los diarios nacionales. Una foto retrataba una boca gigantesca y una negritud inmensa. Al pie se podía leer «La última foto de Alfredo». En el interior todo el reportaje.

Campeonato Mundial de Fútbol de placeta

La vida nunca volvió a ser tan feliz como aquellos días de verano cuando, desde la mañana a la noche, no había otra dedicación que la de jugar al fútbol sin más interrupción que la hora de la comida. Cierto que existían unas reglas y unos límites pero el resto era puro juego: el fútbol en su esencia. No había partidos sino desafíos, normalmente a diez goles.

Antes de empezar a dar patadas a la pelota había que escoger, un momento decisivo porque de ese hecho dependía la suerte del juego. O los equipos estaban equilibrados o el encuentro acababa antes de tiempo por retirada del contrario. Se escogía a pares o nones entre dos capitanes y siempre había disputa por llevarse los mejores elementos. El sorteo de campo se hacía lanzando una piedra plana al aire, mojada previamente por una de sus caras con saliva. Para comenzar el partido se daban dos botes algo que, con frecuencia, iniciaba la primera de las discusiones por la parcialidad del bote inclinado hacia uno u otro campo. A partir de ahí comenzaba el ‘zafarrancho de combate’. Cada gol se celebraba como una autentica victoria.

Las disputas alcanzaban incluso al seno de los componentes de un mismo equipo cuando, por ejemplo, había que lanzar un penalti. Ese lance del juego que todos los niños queríamos protagonizar. Pobre de aquel que lo fallara después de discutir con sus compañeros quien era el chutador.

Las normas más destacadas decían que penalti y gol es gol; que de portería a portería es una marranería (y el gol no valía); que no había fuera de juego pero quien marcaba los goles detrás del último defensa debería cargar con el descalificativo de 'ficharroscas'. Había diferentes faltas que provocaban discusión como la ‘mano-caída’, si la pelota tocaba el brazo mientras este se apoyaba en el suelo, mano involuntaria, agarrón, zancadilla o patada.

Al finalizar el partido el himno que entonaban los ganadores, para humillación de sus contrarios, venía a decir:

Hemos ganado
Una copa de meaos
Y se la han bebido
Los que han perdido.

Tarde de cine

Marcelo apenas contaba nueve años. Una mañana de domingo fue, con un grupo de vecinas mayores que él, hasta el cine para comprar unas entradas. Su corazón alborozado caminó por las calles llenas de luz y se emocionó ante la cita de la tarde cinematográfica al imaginar escenas de la película que vería. Llegaron juntos hasta a la taquilla del cine y cada uno compró sus localidades.
A la vuelta feliz como un niño que cumple su deseo decidió tomar un camino de vuelta a casa diferente al que cogió la pandilla de jovenzuelas que le acompañaban. Tenía tanta prisa por llegar que optó por acortar el camino y cogió un atajo.
Había dado apenas unos pasos cuando un chaval, algo mayor que él, interrumpió su caminar. El joven le preguntó qué era lo que se veía en las entradas que llevaba en la mano. Inocente desplegó las papeletas y se dispuso a leer las letras impresas. No tuvo tiempo a terminar la lectura. Los tiques volaron de sus manos.
Su alegría desapareció de repente. Rompió a llorar mientras intentaba alcanzar al ladrón que pronto desapareció en una encrucijada de callejuelas. Su desconsuelo fue a más igual que su llanto y, en ese instante, pensó que había hecho mal por abandonar el grupo de muchachas.
Un joven se acercó a Marcelo y le preguntó por qué lloraba. Tras contarle su desventura el joven que también regresaba de la cola del cine dijo conocer al pillastre, le pidió que se tranquilizara y lo llevó hasta su casa. Allí habló con una señora sobre el hurto de las entradas y la identidad joven que le había arrebatado las entradas. La mujer cogió a Marcelo por el brazo y echó a andar.
La ciudad entonces le sonó desconocida. Caminó por calles inéditas y vio gentes distintas. Turbado, quejumbroso, se lamentaba de todo lo que sucedía. Hasta llegó a inquietarle la señora que lo guiaba.
Al llegar a una vieja casa, la mujer interrogó a una joven que cuidaba un bebé, sobre unas entradas de cine, y ésta le señaló el alféizar de una ventana donde aparecían arrugadas. La chica contó que su hermano acababa de traerlas porque se las habían regalado. Recuperadas las papeletas la mujer lo acompañó hasta la cercanía de su casa. Aún temeroso corrió hasta su hogar.
Aquel día Marcelo aprendió, en una sola lección, no a confiar ni a desconfiar de las gentes o a recelar del azar. Marcelo aprendió a esperar lo inesperado.

Demonios



Mal’ak, el ángel negro de las tres alas, posado un día junto al borde abismal que cae al Infierno inundaba sus pulmones con los vapores que exhalaban de la sima.
―Dime, Mal’ak ―le preguntó un alma en pena―, a qué huele.
El ángel dotado de un olfato infinito respondió:
―Huele al achicharramiento de carne y vísceras humanas. Pero, entre ellas, distingo por su profusión, un olor especial. Lo desprenden los cuerpos de aquellos que dijeron servir a Dios en su Iglesia.

La invitada

Leticia era una soltera incombustible de esas que ve cómo se casan todas sus amigas mientras ella se queda para ‘vestir santos’. Siempre aguantando bromas del tipo: “Leti que se te va a pasar el arroz” y otras de condición similar. Ella sonreía siempre ante estas sandeces pero guardaba un pozo de resentimiento colmado por el goteo de tanto retintín.
Invitada al enlace matrimonial de sus queridos amigos Vanesa y Carlos, Leticia, como manda el protocolo, entregó igual que el resto de invitados un sobre a los novios en el día de su boda.

Este presente es para desearos mucha felicidad en vuestra nueva vida de casados. Después de pensar mucho qué cantidad de dinero debía meter en este sobre, he llegado a la conclusión que el mejor regalo que os podía hacer es mi sinceridad la cual será un lazo de unión más seguro que el sacramento matrimonial.
En primer lugar quiero decirte a ti, Carlos, que tu flamante esposa, en los últimos dos años, te la ha estado pegando con tu primo Rodrigo, y me ahorro los detalles que te los puede contar ella mejor que yo.
Tú, Carlos, tampoco te quedas atrás y aunque en lo sexual, aparte de restregarte con la puta en la despedida de soltero, no hay nada achacable, le deberías contar a Vanesa que tu boda es una estrategia económica, planificada junto a tu madre, para reflotar la empresa familiar. También me ahorro los calificativos con que designan a la familia política en tu casa. En fin creo que estáis empatados y deberías uníos ante la adversidad.

Vuestra amiga siempre,
Leticia

Vanesa y Carlos pasaron por varios estados emocionales en cuestión de segundos. Pensaron intercambiar muchos reproches pero decidieron como gente civilizada. Vanesa recordó que pronto sería la boda de su amiga Esperanza y Carlos pensó en el casamiento de su primo Rodrigo. Ambos rumiaron que Leticia estaría invitada y les llevaría un sobre con sus mejores deseos y algunos secretos que ellos conocían.

Renovación del DNI


Tras fijarme que tenía caducado el Documento Nacional de Identidad desde hace veinte años, he tomado la drástica decisión de renovarlo. Sobre todo porque no acababa de reconocer al tipo de la foto. Un examen de conciencia ciudadana me encaminó hacia la Comisaría de Policía.
−Buenas.
−Dígame.
−Es aquí para renovar el carné.
−Sí.
−¿Qué hace falta?
−Dos fotografías y el carné antiguo.
−Tome.
−¿Es usted Juan Pérez Martínez?
−No estoy seguro.
−¿Cómo dice?
−Que a veces siento que no soy esa persona.
−Un poco de seriedad, eh.
−Es por mi enfermedad.
−¿Está usted enfermo?
−Sí. Tengo un trastorno bipolar serio.
−¿Eso que es?
−Que unas mañanas me siento bien, como el del anuncio del donut, y otras todo lo contrario. Por eso no sé si soy yo u otro.
−Pero ¿usted cambia de apellidos durante el día?
−No.
−Pues entonces usted es este.
−Vale, si usted lo dice.
−¿Es hijo de Juan y Juana?
−De Juana sí, porque me crió, pero de Juan no sé.
−¿Cómo que no sabe?
−Es que yo tengo varios padres.
−A ver, explíquese.
−Sí porque a mi madre le hicieron varias transfusiones sanguíneas durante el embarazo.
−Eso no cuenta. Su padre es Juan y ya está.
−¿Vive en la calle del Agua número 7?
−No, se llama calle Sequía, le han cambiado el nombre; como no llueve.
−Oiga me está usted impacientando.
−Disculpe, es por culpa de mi falta de identidad que caducó hace veinte años.
−Ya veo. Ande, deme el dedo índice de la mano derecha.
−Ese no. ¿No le importa que sea el de la izquierda?
−Me parece que usted y yo vamos a acabar mal. Muy mal.
−No se ponga usted así, hombre. Se lo digo porque el derecho, como lo utilizo mucho para señalar, lo tengo un poco gastado e igual las dactilares salen un poco cubistas.
−¿Acaso tengo cara de tonto? ¡Traiga acá el dedo ahora mismo o se lo corto!
−Vale, no se me irrite que igual le afecta el síndrome scriba infensus.
−Quiere dejar de decir chorradas de una vez. Y ahora deme el pulgar.
−Sabía usted que gracias a que el pulgar se opone a los otros cuatro dedos hemos podido evolucionar. Sin él ni usted ni yo sería lo que somos.
−Me tiene harto. Son 6 con 45 euros.
−Ah, pero hay que pagar por tener identidad.
En ese momento observé como la cara de aquel hombre enrojeció hasta un color rojo sanguina. Parecía que sus ojos se le iban a salir y dejó de respirar. Inmediatamente cayó al suelo. Dijeron que era un infarto. Entonces otro señor se me acercó y me dijo:
−Vuelva usted mañana.
Pero no he vuelto, a fin de cuentas prefiero ser un sujeto no identificado.