Viaje en tren

Luz Clarita le dijo: «hay gente que entiende el amor como si se tratara de un viaje en el Transiberiano. En cambio para otros es un trayecto entre una estación y la siguiente». Se despidió y se bajó en la primera parada.

Vendedor ambulante




En la confluencia de la calles de Saint-Denis y Etienne Marcel de París, un hombre ciego vende relojes con la esfera vacía.
Cuando le preguntan por qué los relojes no tienen números ni manecillas contesta que porque el tiempo es como un espejo sin fondo.


Castillo de naipes




Lu-Chi Ai-ti acudió al gran maestro para que le aconsejara sobre las adversidades que el destino, a veces, depara.
–Sabio anciano –interpeló–. Si después de colocar con trabajo y esmero cada pieza importante de mi vida, el infortunio se empeña en derribarlo todo como si fuera un castillo de naipes, ¿debo abandonar toda empresa y rendirme a la indolencia?
El anciano lo miró, extendió sus manos y cerró sus párpados. Permaneció callado durante un tiempo que a Lu-Chi le pareció eterno. Luego dijo:
–No eres tú quien contiene a la existencia dada sino ella quien te contiene a ti. Tú eres ese destino que se derrumba en un instante y quien al acto debe levantarse. No te abandones a la suerte porque tú eres el azar mismo de esa carta caída y levantada hasta la eternidad.


Intervención quirúrgica




Entró en el quirófano con toda la ilusión del mundo. Lo iban a operar de los malos pensamientos. Pero el cirujano se equivocó y le extrajeron las ideas más peregrinas. Desde entonces su única lectura es el Boletín Oficial del Estado.


Ola de calor




A Isabel y Pablo les sobrevino un problema con la ola de calor: los niños se les derretían como una bola de helado en el Sahara.
–Qué hacemos con los niños en verano –exteriorizó Pablo.
–Meterlos en el congelador del frigorífico y sacarlos en septiembre –resolvió Isabel.
Dicho y hecho. Los pequeños fueron trasladados a la cámara frigorífica y allí quedaron almacenados entre los calamares a la romana, las alitas de pollo, los aros de cebolla y la tarta al güisqui.
Ese fue el verano más feliz para Isabel y Pablo desde que ambos descubrieron, hacía algunos años, que la luna llena de agosto argentea las arenas de las playas para convertirlas en fecundos lechos amorosos. Viajaron al extranjero, visitaron a los amigos, frecuentaron antiguos bares y descubrieron lugares nuevos. Fueron unas vacaciones exquisitas sólo parecidas aquellas otras eternas de militancia veinteañera.
Pero pasó el calor y se marcharon las moscas y los mosquitos, retirada que anunciaba el momento de descongelar a los chicos.
Sabido es que el calor dilata los cuerpos aunque no se ha llegado a comprobar nunca con certeza si esa expansión corresponde, igualmente, al espíritu. Una discusión, sostenida por los sabios de la antigüedad, argüía que el alma menguaba en unos gramos.
Tras la aclimatación de los cuerpos, Isabel y Pablo pudieron comprobar un fenómeno curioso en sus retoños: se les había encogido la actividad mental. Algo que les incapacitaba las habilidades para el manejo de las nuevas tecnologías y el consumo de chucherías.


Línea regular




Probablemente, en principio, no se fijó en la leyenda del ticket que le expidió el conductor del autobús. Tras recogerse en uno de los asientos traseros y, mientras jugaba con él entre sus manos, leyó: «viaje hacia ninguna parte». En ese momento se convenció que había tomado el trayecto acertado.


La escapista




Insatisfecha, horadó el muro de su realidad y escapó. Desde entonces vive en un blog —un lugar parecido a la infancia donde son plausibles los sueños—. A diario retorna y nadie se da cuenta que se ha evadido del mundo.


Sudoku




Pasaba el tiempo rellenando las cuadrículas, casillas y cajas de su vida con palabras irrepetibles. Sin embargo no halló la solución al problema.


Olvido




Syna, transida de dolor por la separación de su amante, comió flor de loto para borrar de su memoria aquel amor y encontrar la serenidad.

Pasados los años volvió a estar frente a él y aunque lo reconoció nada más verle, en cambio no pudo recordar nada de cómo fueron los besos y las caricias pasadas.


A la vuelta del tiempo




En los últimos treinta años, cada vez que se marchaba de aquella oficina, tras una larga jornada de trabajo, sentía que olvidaba algo. Después recapacitaba: «mañana veré».
Un día no pudo aguantar más esa sensación y volvió para ver qué era. Entonces descubrió, asombrado, que se había dejado allí su vida, sentada en aquella silla junto a la mesa. La reconoció por ser tremendamente joven y entusiasta. Utópica y arriesgada. Pero sobre todo inusada. «Si pudiera recogerla», pensó. Y se marchó, entristecido. Más que nunca.