Dominical

Me llamo Fina, tengo tres hijos. Me casé muy joven embarazada y ahora trabajo en una empresa de limpieza en la que también lo hace mi marido. Hoy domingo me he levantado temprano. Todos duermen. Al ir a lavarme la cara he notado que un puntito negro afeaba mi piel. Mientras me revisaba el cutis he pensado que no estoy tan mal para mis veinticinco años.
Me he preparado un café cargado y me he sentado en el sofá para desayunar tranquila mientras veo la tele. De repente un anuncio me ha hecho sentirme mal. Una chica, que podría tener mi edad aunque mejor cuidada porque debe ser modelo, ha hecho igual que yo delante del espejo y tras mirarse durante unos segundos ha aparecido un rótulo que decía: “Mientras unos se miran al espejo, 40 millones se mueren de hambre”. Manos Unidas.
Me he sentido mal. He agachado la cabeza y he comenzado a leer en una revista. La reina de Jordania “debe hacer hueco en su apretada agenda para coger el jet y visitar Nueva York, Roma y París. Allí la esperan con expectación los directores de las marcas más exclusivas, que se disputan el honor de contribuir a su fondo de armario: Ralph Lauren”.
Me he sentido peor.

El ángel de la guarda

Trabajo como Ángel de la Guarda a turno corrido de veinticuatro horas y no tengo vacaciones. Mi contrato es eterno. No estoy afiliado a ningún sindicato ni adscrito a ningún convenio colectivo y mi jefe es divino aunque no me paga nada.
Mi labor consiste en ver sin tocar, oír sin hablar, guardar sin proteger, predecir sin avisar, soportar sin sufrir; percibir los sentimientos sin sentir.
Estoy cuando despierta el día del que va a trabajar, junto al suicida en el momento antes de colgarse en el vacío, al lado del niño que gime tras dieciséis horas de trabajo, cuando grita la parturienta, en el paroxismo de dos cuerpos amándose, en la oscuridad del insomne, cerca del viejo solitario que se arropa con recuerdos, atento a quien ríe despreocupado y en el miedo infantil por el distanciamiento maternal.
Oigo los pensamientos del asesino antes de matar, miro cómo oculta el ‘dinero negro’ el mafioso, me acerco al presidente de una nación cuando piensa su poder y al magnate cuando se siente todopoderoso.
Escucho el golpe sordo de un cuerpo cuando cae al suelo desde un andamio, la agonía del enfermo, el pensamiento de aquel que llaman loco, la bofetada en la cara a una mujer, el dolor de un amante abandonado y la amargura de la violada.
Sé del absurdo deambular del toxicómano, del fanatismo del terrorista, de la impotencia del parapléjico tras un accidente y del dolor de la misma muerte. También estoy al corriente de la emoción del enamorado y del que se sabe alegre.
Y nada puedo hacer si no pasar como un ángel.

La guerra que viene




Cuando era pequeño siempre tiró a dar y siempre fue con los malos. Pero aquel sueño le convirtió en pacifista de la noche al día. El fantasma de Eduardo, un niño que se ahogó en la acequia, vino una noche y le contó: la guerra del futuro será la más terrible de las guerras. Maléfica porque el efecto destructor de las guerras siempre ha superado, al menos en un ápice, a la anterior. En un pacto de cordura las guerras deberían hacerse con gomero -como las practicábamos nosotros-, pues siempre queda un poso bélico en el espíritu humano que de alguna manera hay que sublimar. No es menos cierto que la mejor guerra es ninguna, pero ese 'ninguna' parece conducir a 'cuando no quede nadie'. Probable aseveración para los que han calculado repetidas veces que la tercera de las guerras mundiales llegará, que será la más limpia porque en lo tocante a matar, la muerte vendrá de la mano de unos átomos respetuosos con el patrimonio histórico pero letales para la frágil vida. Por otra parte no es menos cierto que dos no se pelean si uno de ellos no quiere, pero como siempre habrá alguien azuzando y metiendo baza para sus intereses, la guerra llegará. Por tanto la última de las guerras será de risa, aunque muy seria, ya que después de todo lo peor no es perder, si no observar la cara que le queda al perdedor. Y esa es la esencia de la estrategia: la humillación. En esa guerra no habrá más fiambres -los muertos dan mala reputación en las noticias del día-, porque a lo sumo se morirán de vergüenza, nunca de un balazo letal y traicionero que lo ponga todo perdido de sangre: bastará que se mueran de bochorno. Los avances tecnológicos dotarán a unos pequeños cohetes de una inteligencia propia tal, que éstos buscarán el cañón del arma enemiga hasta inutilizarla, enviando al combatiente enemigo al paro. Mediante rayos láser se narcotizará a los soldados contrarios incidiendo en su sistema simpático, lo que les provocará tal entusiasmo que saltarán locos de alegría y desertarán en pos de la fiesta. Generadores de ultrasonidos provocarán en los batallones enemigos incontenibles diarreas o lanzadores de materia viscosa con cualidades de mucosidad atraparán a los soldados en una bola pegajosa imposible de zafarse. No faltarán tampoco las armas sicológicas con mensajes personalizados para cada combatiente, donde públicamente se airearán cuáles son los defectos, vicios y secretas ruindades de cada soldado que serán conocidas vox populi. Al despertarse notó cierto alivio: había comenzado la guerra que viene.