III

"La primera autoridad motrileña se ha dirigido, en un claro mensaje de salvación local, a todos aquellos ciudadanos a los que en este preciso instante les está hirviendo la sangre por la vejación y barbarie del suceso, para pedirles calma, resignación y paciencia en la cola de los pagos tributarios, hasta que sea la misma autoridad quien esclarezca la ruindad de los hechos consumados con nocturnidad, alevosía y sigilo".
La presentadora hizo una pausa televisiva, esturreó los papeles que tenía encima de la mesa y con gesto horrorizado y nervioso, prosiguió con su boletín autorizado de noticias simpáticas: "La intervención y el mensaje del alcalde de Motril, han sido calificados por los líderes opositores, como de una patraña electoralista fundamentada en la forestación del poder que, con inmisericorde estilo, ostenta el primer edil de la corporación". La presentadora puso cara de asco antes de proseguir. "Añadiendo, por otro lado, que de los hechos acontecidos, sólo se puede culpar al equipo de gobierno municipal por cerril, autárquico y postmoderno, indicando textualmente: ha sido por su culpa, por su culpa, por su grandísima culpa. También han indicado que lo acaecido es un desenlace de la política oscurantista emprendida por el Partido Subrrealista, orientada a ocultar estatuas patrimoniales y una manifestación más de la inoperante vigilancia que ejerce la policía sobre los bienes públicos, el sistema métrico decimal y los intereses de los creyentes, que está abocando a la sociedad a una escalada de la inseguridad urbana". La presentadora de televisión se tocó el pelo en movimiento fa menor coqueto.
─Ahora conectamos con nuestro compañero destacado en la Casa Consistorial, Juan Clarín, que nos informa de la última hora en un tema que tan preocupada tiene a la opinión pública, a la corporación motrileña y a la cuarta asamblea episcopal de cardenales adscritos a la línea dura del Evangelio. ¡Jota-ce! ¿Nos oyes? -gritó cual comadreja índica.
En un monitor lateral apareció la figura de un hombre algo innortao que, micrófono en mano, preguntaba: ¿Me se oye? ¿Me se oye, compañeros?
─¡Sí! Jota-ce. Se te oye y se te ve -contestó la presentadora.
─Gracias compañera Nuria Nogal -dijo el entrevistador-. Tenemos con nosotros al cabo de noche Manuel Rodríguez, descubridor del hecho insólito y quien dio la voz de alarma. ¿Nos puede usted decir cuándo se percató de tan significativa ausencia?
─Nosotros nos dimos cuenta apenas pasó esto del robo -indicó el Pichaveneno con la voz gangosa.
─Perdón -dijo Juan Clarín, entrevistador y miembro del club de probadores de rones destilados-, mire a la cámara, ¡a la cámara!
─¡Ah!, ¡ya!, ¡si! -comprendió el cabo-. Pues como le decía apenas pasaron los sucesos, sobre las cuatro de la madrugá, yo y el Caliche, que es el municipá que hace conmigo la guardia de noche, nos apercibimos de lo que pasaba y casi cogemos a los ladrones que escaparon por poco. A mí por poco se me da una alferecía cuando descubrí aquello.
─Pero del suceso no se dio conocimiento inmediatamente -cortó secante, agudo y mordaz, cual intrépido periodista que era Juan Clarín-, según las informaciones que obran en nuestro poder hasta primeras horas de la mañana...
-Es que esas no eran horas de despertar a nadie como usté comprenderá. A ver si me voy a cabrear ahora -Contestó en tono de enfado viscoso.
-No, por favor -dijo el tele reportero viéndolas venir-.También tenemos con nosotros al comandante en jefe de la policía local Carlos Ovejero, quien ha barajado, con unas cartas de rentoy, varias hipótesis sobre los supuestos autores del desolador suceso que ha conmovido, constreñido y cabreado a una buena parte del tendido de sombra. Señor Ovejero, cuando quiera.
-Efectivamente -contestó el comandante en jefe de la brigada de azul de la policía municipal, con voz ronca de jefe invariable y bigote astado en marfil a la boloñesa-, tenemos el rastro de algunas huellas que no llevan a ninguna parte, pero que nos hacen suponer que nuestras interesantes pesquisas han de seguir tres frentes de acción y uno de pasividad por si no acertamos. Por un lado creemos que por el objetivo estratégico-espiritual sobre el que se ha perpetrado el brutal rapto, bien pudiera tratarse de la secta ‘El Señor guía nuestros pasos pero no sabemos hacia dónde’, de clara inspiración religiosa basada en los Declarantes de Jehová, en su mayoría de raza gitana y divididos en dos comunas, una en san Antonio y otra en Huerta Carrasco. Su filosofía iconoclasta y cartonera les ha llevado a sustraer de varias imágenes, los elementos ornamentales hechos de latón, bronce o cobre, hierro o cartón para venderlos en las chatarrerías y que en esta ocasión hayan metido gato por liebre, vendiendo piedra por cartón-piedra. No descartamos tampoco la posibilidad de adjudicar la autoría del robo a la secta de ‘La Mano Negra’, una cofradía masónica de implantación local-costumbrista, cuyos miembros secretos, veneran las piedras y rinden culto al Cardenal en adoraciones nocturnas cada eclipse de luna, cuyo origen se encuentran en las guerrillas con gomero que libraban los niños de los barrios periféricos de este pueblo en los años cincuenta y sesenta. La tercera hipótesis está asentada en la Triple Uve, los Verdes de la Vega Vieja. Ecologistas que basan su acción política en devolver a su estado prístino, cuantos objetos han sido transformados por la ambición tecnológica del hombre. Esta sería la más terrible de las pistas a seguir, porque en estos momentos su Excelencia podría ser canto rodado o rueda de molino, o yacer en el fondo del mar para romper las redes de la pesca de arrastre.
-Compañera Nuria Nogal, esto ha sido casi todo desde la Casa Consistorial, hasta donde nos hemos desplazado. Te devolvemos la conexión que nos enviaste. Te la mandamos por paquete-exprés que tarda menos -finalizó Juan Clarín-.
-Gracias Jota-ce -dijo la presentadora-. Hasta aquí nuestro boletín autorizado de noticias simpáticas. En próximos boletines les seguiremos informando de las misteriosa fuga del Cardenal Belluga. Esperamos que ustedes lo sufran bien. Nosotros bien. Adiós, gracias.

II

─¡Vamos a ver niños! Las manos en jarra con aires de artistas y el cuerpo derechito, que no se diga. Y ahora con soltura, adelantamos la puntita del pie izquierdo y luego viene el derecho. Vamos a hacer el primer movimiento de una sevillana. Lo vamos a llamar primero-primera y después damos dos zapatazos en el suelo que se tienen que sentí más pa-ya de la punta el Pelaíllo.
Jesús Montero regenta una academia de sevillanas light en prêt-a-porter desde hace doce años en Motril, y multiplica por dos sus esfuerzos, por cuatro sus ganancias y por el cubo de la raíz cuadrada de nueve sus cabreos consuetudinarios cada vez que se acerca la festividad de las cruces de mayo. Su mujer, Aelitas la Escobera, vende en la Placilla género ligero y ropa interior de contrabando que le suministra un contacto de la Huerta Carrasco, después de naturalizar el producto en Ceuta y retirarlo de Málaga por la puerta de atrás.
Jesús llegó borracho un fin de semana a Motril con unos amigos con los que venía de farra desde un pueblo de Sevilla y le gastaron la broma de dejarlo tirado en ésta tierra, por lo cual, las primeras imágenes que conserva del pueblo, son las de un Motril etílico y un amanecer aferrado al casco vacío de una botella de ron pálido. Su mujer fue quién, después de conocerlo en un lunes de resaca, le convenció para que se quedara a vivir en "esta joya que a Dios se le cayó junto al mar", y así poder aprovechar las ventajas del resurgimiento económico, la magnanimidad climática y la generosidad, el desagradecimiento y las cachorreñas de los motrileños, virtudes que definen, según él, demasiado bien a este rincón provinciano. Y de camino, mientras imparte sus lesiones magistrales de danza flamenca, aprovecha el trasero de las niñas-bien que sueñan con el traje de faralaes tanto, como con el del día de su boda en la Iglesia del Cerro que es la que está más de moda para este tipo de ceremonias.
De no ser por la úlcera acrónica que cada primavera le segrega pus, sangre, sal, aceite y vinagre, con motivo del preparatorio para el ingreso al Día de la Cruz de grupos de advenedizos que acuden a su Academia de Arte y Ensayo, se puede decir que Jesús y Aelitas forman una pareja feliz, con su trabajo, el flamenqueo que se traen cada noche en la cama, su cortijo en las Zorreras, sus mergizos renococidos y las deudas del concejal de Fiestas, Festejos y Jaranas. Pero cuando Ángel vio aparecer a Carlitos el Higobombo resoplando por el umbral de la puerta, panzudo, rebolondo, con la gorra calada hasta las cejas, con el jarapo por fuera y achuchao por una pandilla de rocieros polvorientos que hacían el Rocío en burro-taxi, ávidos de aprehender la sapiencia del ritmo ternario del bailes de las sevillanas, supo que aquel año el reventón de la úlcera sería sonado y que supuraría tanta pus que se la tendrían que sacar en una motocarro. De entre todos los sujetos de aquella peña pinturera que profanó su academia de baile, el más inquietante era un tipo cetrino, con cara de cera de cirio de monasterio, mirada de pedernal y más tieso que un santopalo.

La increíble y jamás contada historia del Cardenal Belluga

I

Era una sutil mañana de abril. En la opalina atmósfera, las primeras luces filtrantes del día no hacían presagiar la convulsión del suceso a descubrir. Ninguno de los primeros siete viandantes había percibido nada anómalo en el escenario del acontecimiento. Ni tan siquiera el Pichaveneno, cabo de la policía municipal en turno de noche, cuando salió a bostezar, en gesto mañanero, del cuerpo de guardia. La plaza de España guardaba de la noche acaecida largas manchas de una gran relentada. La vigilancia nocturna no había tenido más historia que la del ínclito borracho Antoñico Bebeteotro, que ahora roncaba plácidamente en el catre del calabozo, donde había terminado su noctívaga afición de pellizcar bombillas.
El cabo realizó una lánguida panorámica de la plaza a pesar de tener pegado su ojo izquierdo por la lagaña y tampoco reconoció la trascendencia del suceso hasta que, alertado por su séptimo sentido de policía sabueso, pudo percibir el vil ultraje.
─¡La hostia! ─exclamó y con la enritación propia del momento en el cuerpo se giró sobre sí mismo y gritó hacia el cuerpo de guardia─. ¡Avisen a la policía! ─Un municipal escuchimizado, más seco que el ojo de un tuerto y con cara de traje arrugado saltó de su asiento y se espabiló de su morrina.
─¿Pero qué dice mi cabo? La policía somos nosotros ─indicó con somnolencia, mientras al cabo Pichaveneno se le inflaban las agallas.
─Llame al señó alcarde ─ordenó con un cabreo en sol sostenido mayor.
─¿Y qué le digo? ─preguntó con interrogación suplicante el municipal José López el Caliche.
─¡Qué le va a decir, so mamón!, ¡que han afanao la estatua!
─¿La estatua? -preguntó. Y puso cara de jilón.

Día de playa

La justicia, siempre divina, de la atmósfera pronosticaba un día termométricamente con las isóbaras a fiebre de camello. Discutían los noticieros especializados sobre la proclive tendencia a mantener las presiones atmosféricas en una cotización al alza. Vanesa desayunaba en camisón de seda verde y unas braguitas que amordazaban la frondosidad de su vello pubiano. Sumergía su cuchara sopera en el tazón de leche blanquecina y fresca para rescatar, con distraído automatismo, una buchada de cereales empapados de lácteo dulzor. Las fibras y el budismo eran la última cruzada dietética que se había empeñado domesticar. Pero Vanesa nunca pensaba que estaba comiendo porque le resultaba arduo el proceso combinatorio de la nutrición.

Soñar despierta era un ejercicio emocionante que además le reportaba una súbita belleza a su rostro infantil y maligno (una mezcla, digamos, de chica vamp y Lilí Monster). A pesar de lo enmarañado de su pelo, alborotado por alguna aventura onírica de la noche y del desdibujo de las postreras huellas de maquillaje, conservaba un aspecto vigoroso y fuerte, tan propio de las nativas de Tauro. Pero los 113 grados Fahrenheit de aquella mañana, le habían hecho encajar, súbitamente, una mueca de asombro y de perplejidad, enrareciendo su carita de cera virgen. Este iba a ser un día de calor, de un calor que haría sudar hasta las piedras. Se ordenaron entonces en su mente, mientras alzaba el tazón para finiquitar el asunto del desayuno, las imágenes de su biquini rojo, la arena ardiente, la sombrilla con paisajes de oasis, el chismorrear casi silente de las pequeñas olas, una pareja de delfines gemelos y la línea infinita del horizonte marino de un azulado refrescante. Un calor tontencino iba tomando el día por todas sus arterias y otros conductos de la circulación sanguínea.

Llamaron a la puerta justo cuando la radio anunciaba, el último boletín tórrido que recitaba una oleada de fuego, alcanzando, en esos momentos, la temperatura crítica soportable por la exudación de los cuerpos, situada por ciertos críticos, no sin polémica, en los 140 grados Fahrenheit. Vanesa entonces perfilaba ante el espejo su ritual de labios y carmín, la malévola constelación de pecas ubicada en sus mejillas, y se alegró, al saber, que había llegado Luis para llevarla. Sólo la retuvieron los cinco segundos imprescindibles del último retoque.

Sorprendida al entreabrir la puerta y no ver a nadie, sólo halló un charco de líquido en evaporación y reconoció las bermudas con dibujos de pececitos tropicales que le regaló a su novio. El calor le había echado por alto un día de playa.

Un ladrón en bicicleta

Heredero de la picaresca Jean-Luc se entrega a su destino y es capturado con un tiro en la pierna. Desconocemos su rostro pero sabemos, por las noticias, que su azar ha sucumbido ante la eficaz tarea de la policía de las buenas costumbres. El ingenio era atrevido y sin embargo la sutil balanza de la suerte volcó su fiel hacia el lado hostil de la delincuencia. Había llegado en barco, como un noble marinero que va de puerto en puerto, solitario, midiendo las distancias de la noche por estrellas, quemado su rostro por la sal y por el sol. Bordeando las costas imaginó un buen plan, desembarcó y comenzó a pedalear en bicicleta hacia la ciudad extraña, y observó que las cosas estaban en su sitio. En su lugar el banco. Entró y pidió un buen fajo de billetes para continuar su travesura alrededor del mundo. Todo amabilidad no hubo resistencias y se marchó feliz, nuevamente pedaleando. Un ciclista no levanta sospechas entre los circunspectos ciudadanos. Sólo un detalle le delató: la memoria olfativa de la cajera se acordó del salitre.

El gorrilla

El gorrilla lucía en su camiseta, con grandes letras negras, la leyenda: Take is easy. Parecía una advertencia o una intimidación, quizás parte de su acervo filosófico o de una reflexión profunda, el discurso existencial de quien debe ganarse el pan, o la dosis de droga, cada mañana. Cuando bajé del coche, entre curioso y asustado, el gorrilla me extendió la mano y me dijo: dame algo que tengo hambre de letras.

El beso

Llovía sobre el silencio de la noche coja con mansedumbre y delación, en una noche de mayo cuando todas las puertas se han cerrado. La tormenta del miedo que auscultaba entre los borradores de los sueños, se hacía fuerte y jadeaba. El tiempo era un misterio envejecido como un vino añejo. Entonces la besó en la boca. La besó con un beso apasionado y definitivo mientras su mano derecha agarraba la nuca que tapaba una ondulada melena pelirroja de reflejos oscuros desplegada en el aire de la noche. Sabía que la perdía, que ya la estaba perdiendo desde esa noche desangelada. Sara no entendió el porqué de aquel beso, ni el titilar de las estrellas que asomaban en el silencio como puntitas de cristal, ni la mirada extraña del transeúnte que cruzó aquel instante. Una lágrima andrógina se deslizó por la mejilla de Esperanza mientras recordaba la última escena de la película Thelma y Louise.