La increíble y jamás contada historia del Cardenal Belluga

I

Era una sutil mañana de abril. En la opalina atmósfera, las primeras luces filtrantes del día no hacían presagiar la convulsión del suceso a descubrir. Ninguno de los primeros siete viandantes había percibido nada anómalo en el escenario del acontecimiento. Ni tan siquiera el Pichaveneno, cabo de la policía municipal en turno de noche, cuando salió a bostezar, en gesto mañanero, del cuerpo de guardia. La plaza de España guardaba de la noche acaecida largas manchas de una gran relentada. La vigilancia nocturna no había tenido más historia que la del ínclito borracho Antoñico Bebeteotro, que ahora roncaba plácidamente en el catre del calabozo, donde había terminado su noctívaga afición de pellizcar bombillas.
El cabo realizó una lánguida panorámica de la plaza a pesar de tener pegado su ojo izquierdo por la lagaña y tampoco reconoció la trascendencia del suceso hasta que, alertado por su séptimo sentido de policía sabueso, pudo percibir el vil ultraje.
─¡La hostia! ─exclamó y con la enritación propia del momento en el cuerpo se giró sobre sí mismo y gritó hacia el cuerpo de guardia─. ¡Avisen a la policía! ─Un municipal escuchimizado, más seco que el ojo de un tuerto y con cara de traje arrugado saltó de su asiento y se espabiló de su morrina.
─¿Pero qué dice mi cabo? La policía somos nosotros ─indicó con somnolencia, mientras al cabo Pichaveneno se le inflaban las agallas.
─Llame al señó alcarde ─ordenó con un cabreo en sol sostenido mayor.
─¿Y qué le digo? ─preguntó con interrogación suplicante el municipal José López el Caliche.
─¡Qué le va a decir, so mamón!, ¡que han afanao la estatua!
─¿La estatua? -preguntó. Y puso cara de jilón.

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