6

Andrea soñaba entre las líneas sonrientes que las partituras musicales desplegaban ante su mirada, una vida interpretada en clave de sol, en la línea para el registro más agudo del éxito, donde en compañía de su migraña actuaba como admirada solista de los grandes conciertos que hacían llorar al público por la emoción compungida en los conductos milimétricos de la sensibilidad. Se veía sentada en el corazón de la orquesta rodeada de bajos con barba de chivo y tenores sordos, de sopranos gordísimas y contraltos de perfil teutón. Ella, la musa, envuelta en violines hirientes, trompas succionadoras de silencios, cornos ingleses y oboes marchitos, flautas ladinas y trompetas circunspectas, contrabajos atléticos y arpas licenciadas en álgebra. Andrea sentada al piano tocaba la Edad de la Ansiedad de Leonard Berstein y palpaba al modelado Guillermo Pablo haciendo filigranas en el anuncio de una valla publicitaria. Ensayaba los compases de la Sonata de los Adioses de Beethoven y la imagen de Víctor Alfredo corría a sentarse a su lado. Apenas hacía sonar las primeras notas de los Amores del Poeta de Schuman y la mirada de Gustavo Luis venía tropezando con las marquesinas de los autobuses hasta posarse en su piano de cola. El sonido de la sonata del Sur le hacía sentir cómo Eduardo Jorge la volvía a tomar de la mano por primera vez para llevarla con sigilo por los rincones inencontrables. Y si practicaba el Trino del Diablo, la sonata en sol menor de Tartini, aparecía el fantasma malhumorado de Ángel Manuel. La mañana, como en los últimos cincuenta años, despertó en clave de la segunda línea pinturera y oronda. Andrea caminaba polifónica en busca de su cita por el parque de los heliotropos y amarantos, de las caléndulas y los lirios, de las flores del aire y de las flores del corazón. Ociosa al mundo que la rodeaba, Andrea contaba entretenida todos los hombres que había asesinado con sus sentimientos pueriles e inmaduros mientras esperaba la cita de su último amor. Pero ahora estaba verdaderamente sola desde que su migraña la abandonó un día con la llegada de la menopausia.

5

Guillermo Pablo, el último estreno en tecnicolor de su corazón, tenía una sonrisa de motocicleta de gran cilindrada y se ocupaba en pasar modelos de alta costura masculina. Gustaba bromear con Andrea en un francés gutural de bachillerato. Alto, bien hecho, con una pincelada de camionero criado en el seno de una familia acomodada, creyó engatusar a Andrea con ese fingimiento de seductor de segunda fila que tanto le gustaba practicar. Guillermo Pablo hizo como si comprendiera el mundo interior de la chica pianista, como si aceptara que las migrañas son compañeras de las jóvenes rubias de frente soñadora y fisonomía de muñeca. Por eso se entretuvo con ella en los desfiles de moda puntuando los defectos de las rivales de Andrea y en las salas de fiesta donde se bailan los ritmos mecánicos más publicitados en las cadenas de radio. Pero para Andrea aquello fue un entretenimiento porque buscaba a un hombre de carácter fuerte y dominante que la castigara las tardes de migraña insoportable, que le respondiera cuando ella con actitud supuestamente sumisa lo engañara desde el fondo de sus ojos claros y tratando de domesticarlo.

4

Eduardo Jorge fue el amor del pavo. El primigenio cariño que palideció su vida entera y le originó el primer descocido en el corazón cuando aún hervía en ella el sublime amor de la inocencia. Lo dejó, a pesar de ser el amor iniciático que la hacía tremolar como un flan chino, porque la atormentaba con sus sentimientos posesivos y sus pretensiones de casamiento. A pesar de la empalagosa descarga de regalos que volcaba sobre ella y de las cajas chinas de bombones con licor asiático que le cambiaba el color de sus pupilas de un glauco templado a un opalino meloso y los palitos de sándalo con olor a clementina. La niña solía confesar a su migraña con desgana que nunca se casaría por lo que fue enterrando un novio tras otro.


Gustavo Luis fue el segundo de sus novios. Se encariñó con él porque le recortaba ocasos de papel de estraza las tardes que la migraña de Andrea se sublimaba más de lo acostumbrado y correteaba como loca por la habitación de paredes pálido rosa. Además se complacía Gustavo Luis en llevarla a distinguir entre las líneas del mar, cuando el horizonte acuoso se confunde con lo celeste del cielo y hacerle versos que rimaban con los anuncios de modas y perfumes emitidos en televisión. Perdió a Gustavo Luis en un hipermercado un día que las rebajas le plantaron delante de su cara a Víctor Alfredo, un apolíneo gimnasta que masticaba culturismo, sudaba con los ojos rubios y posaba como las mariposas en época de celo. Pero Víctor Alfredo casi nunca escuchaba lo que Andrea le confesaba, cuando apremiada por sus padecimientos, narraba las veleidades de su migraña a la entrada de los solsticios, algo que le hacía arruinar todos sus sueños de fiesta y sus utopías de niña consentida. Víctor Alfredo sólo vivía para pensar en sí mismo y en sus estirados músculos de goma de mascar americana y sospechaba que Andrea fantaseaba con el sueño de las migrañas, inventando dolores imaginarios y padecimientos ilusorios. Pero a pesar de la esquiva atención a Andrea, boquiabierta, se le caía la baba cuando el gimnasta dúctil se paraba delante de ella moviendo sus bíceps como en una coreografía rusa. Por eso el día que lo conoció se quedó clisada, tonta de amor, ante aquella fachada muscúlea con alma de gimnasta cibernético. Con él disfrutó de los besos estirados y de las genuflexiones amorosas, y sin embargo Víctor Alfredo nunca atendió a su belleza de sensible pianista ni a su cariño de cuento de hadas.

3

La tarde marcada de un mágico acento de luz estaba dominada por los grados tonales del aire. La migraña sentada en la cama de Andrea respiraba fusas y corcheas, negras y blancas a la velocidad que el metrónomo marcaba, mientras contemplaba ensayar a la niña las escalas cromáticas y los arpegios melódicos, cuando sus dedos de cristal hacían crucigramas sobre el arlequinado juego de teclas y se acrecentaban los arrebatadores episodios de melancolía que tanto atolondraban a Andrea. Ángel Manuel era el quinto novio en la cuenta corriente afectiva de su radiante juventud, pero con suerte aún llevaba aprehendidos en su corazón los cuatro primeros amores que fue descartando de su baraja de cariños por aflicciones que arruinaban su libérrima alma. El amor era en manos de Andrea una bagatela, algo friable que el tiempo convertía pronto en corteza muerta dispuesta para ser consumida por el fuego de lo rutinario, soñadora muchacha de apuestos paladines que consumía a sus novios con la fiebre de quien devora una ilusión, buscando uno tras otro el príncipe imposible, el galán de quimera que no vendrá pero para quien hay que estar acicalada y dispuesta. No había para ella causa de anclamiento a sus conquistas pues su corazón no bebía de un amor más exquisito que aquel que ella se dispensaba para sí y sólo se asentaba en su conciencia un ligero rumor de culpa cuando, desde su vanidad de pianista indolente, percibía ahogarse en el dolor a alguno de sus frustrados pretendientes.

2

Andrea se levantó del piano molesta de encasquillarse en la ambigua escala de mi bemol mayor, empleándose en la escritura furtiva del diario de su migraña, donde anotaba toda clase de suertes desde que la descubriera en el preludio de su pubertad, el día que sus hormonas sexuales optaron por jugar al diábolo. Lo resolvió por rebeldía a su madre que le apercibió de lo ridículo que a su edad resultaban los juegos con amigas imaginarias y le sermoneó con la necesidad de aplicarse en sus estudios de solfeo y canto coral. El subrepticio diario lo custodiaba Andrea en un escritorio caoba que se localizaba entre su piano Petrof y la ventana por donde miraba las pajaritas de papel que regresaban todas las primaveras del África Negra y anidaban en los aleros de los caserones y más recientemente, también en los salientes afilados de los edificios de hormigón. En los últimos días había estado glosando como amanuensa embelesada, el sobresalto de ideas que le rodaban en la cabeza al suponer la compañía de Ángel Manuel caminando entre ella y su migraña por el parque de mordentes florecidos, frondosas bordaduras y semitrinos peciolados. La niña apuntaba en el diario todas las conversaciones mantenidas con la migraña, sus sueños locos de amor y de fortuna, cuando ella se veía como una gran actriz enmarcada por la pantalla de un cinema, o como una afamada modelo recorriendo las pasarelas del éxito y portando arrebatadores trajes de modistos con nombres de lujo, mientras los hombres abajo se disputaban su belleza con halagadores piropos, o quizás también como una bailarina esbelta o una cantante de éxito que arrastraba a las multitudes tras de sí.

CLAVE DE SOL

1

Andrea posó sus lábiles dedos sobre la octava baja del piano vertical y comenzó los ejercicios de quinto curso, como cada tarde entre las seis y las ocho de otoño, cuando la luz tiene ese color sepia invertebrado que se cuela como polvillo de arroz por los ventiladeros de la nariz. Interpretaba distraída el allegro maestroso del concierto número uno en mi bemol mayor de Frank Liszt que era donde solía perder más el ritmo. Sentada junto a su migraña, la rubia melena leonada adornada por hilillos rizados de sol que caían en cascada sobre su espalda, Andrea se interrogaba con desesperación qué combinaría el sábado con su blusa de seda verde limón, sin encontrar en el probador de su cabeza la composición definitiva con que se vestiría entre el voluminoso ajuar que atiborraba su armario. La tarde tenía ribetes de violín en los ángulos cenitales y el piano añoraba la descansada ausencia de los dedos frágiles de la niña con pechos de mujer. Sobre las lengüetas azules del cielo sonaba una sinfonía de olores y una anacrusa, escapada del pentagrama, aterrizó sobre el alféizar de la ventana.

VI

La luna arriba, en la noche de mayo, como un agujero redondo y luminoso en la tiznada carpa celestial, que protegía el destino de aquellas gentes festivas. La Peña de los Cruzados se abrió paso hasta el tablao irrumpiendo como estampida de búfalos en celo para coger posiciones y empezar el baile. La multitud se agolpó al ver aparecer a aquella cuadrilla tan esperpéntica y, conocedora de las andanzas populares de los que la componían, se apresuró a ver un espectáculo barato. Las autoridades y demás miembros de la tribuna se pusieron en pié.
El Abocho comienza a rasguear el instrumento, el Cancanica, Muelas de Pavo, y el Tiritaño se agarran a hacer palmas, mientras Joseíco Barriguera se echa a cantar. El Higobombo dale que dale al tambor, los demás a coro gritando ¡1ole, ole y ole!, y el Cardenal que sale a bailar como una loca al tablao con Juanico Pejiguera.
La concurrencia aplaude entre risas, hay vítores y complacencia, olés y gritos de torero, torero. La muchedumbre se divierte, el pueblo es sabio, ya se sabe. Y los Cruzados cantan:

Ni el alcalde Barreiro
ni el Juez Ribeiro
ni el teniente Ovejero
se ríen, salerito, como yo quiero.


-¡Ole!,¡Arsa!, ¡Y vamos con la segunda! -gritan a coro-. Los Cruzaos se van, se van de cruces, mientras otros tan sólo, se dan de bruces.
Claro que no a todos sienta igual de bien aquello.
-¡Inmoralidad pública! ¡Desacato, desacato! -grita el juez Pepe Ribiero.
-¡Que los detengan! -secunda el alcalde.
-¡A mí la Brigada Azul! -tercia el cabo de la policía municipal en turno de noche Manuel el Pichaveneno.
-¡Unidad móvil, unidad móvil! -chilla Nuria Nogal mientras Ángel Montero se desmaya.
En una rápida acción propia de policías osados y atrevidos, el municipal José López el Caliche, se planta en mitad del tablao apuntando con una pistola que sujeta entre sus dos manos. La gente grita y se queda a ver qué pasa.
-¡Quieto, tú! El de la peineta. Porque como no t'estés quieto te viá pegá tres tiros en la niña del ojo pa que no seas tan chulo y aluego te voya llevá a comisaría a que te hagan cosquillas.
Parada la música, derrotados los Cruzados, las autoridades se acercan al lugar de los hechos.
-¡¿Documentación?! -Inquiere el cabo de la policía.
-Sabed malandrines y follones que yo soy don Luis Antonio de Belluga y Moncada, fundados de pueblos, creador del pósito de labradores y del Colegio san Luis de Gonzaga, ¿quiénes sois vos para osar plantaros ante mí sin la debida reverencia?
Fueron sus últimas palabras porque el magistrado de primera instancia e instrucción, Pepe Ribeiro, lo acusó por los cargos de indocumentación, inmoralidad pública, desacato a su ilustre persona, resistencia a la autoridad, escándalo gratuito, terrorismo del arte, indecencia notaria, mal gusto por llevar medias a rayas moradas y blancas y por travestismo elocuente y mal disimulado. Los Cruzados fueron a parar al arresto municipal, donde hicieron compañía el resto de la noche a Antoñico Bebeteotro y el Cardenal Belluga fue condenado a permanecer en su pedestal per secula seculorum.

V

La plaza de España aparecía reluciente aquella noche de tres de mayo, con su remozada imagen de principios de siglo que tanta polémica y presupuesto habían costado a la ciudad. Escenario febril de mil vicisitudes en la vida ociosa de la ubre campechana, la plaza, cuya memoria guardaba el eco de los Polos de Desarrollo, del tricentenario del nacimiento del Cardenal Belluga, de la tartamuda mano del dictador saludando desde la balconada del Ayuntamiento, se mostraba adornada con farolillos de papel blanquiverdes con el anagrama de Tío Pepe. La estatua del Cardenal desplazada desde el centro de la plaza hasta el atrio de la Iglesia Mayor, llevaba cerca de un mes en paradero desconocido. Es decir, no se tenía idea de la figura disuelta, volatilizada, esfumada. Muy a pesar, eso sí, que todo hay que decirlo, muy a pesar -repito-, de las agudas investigaciones realizadas por la Policía Nacional, la Policía Local, la Guardia Civil, el Servicio de Camareras de la Virgen de la Esperanza, el Cuerpo de Adoradores Nocturnos de la Virgen de la Cabeza, el Escuadrón Fraticida de la Unión Deportiva Puente Toledano y de la Cofradía de los Hermanos de la Buena Búsqueda. Ninguna de las hipótesis apuntadas desde el principio por la policía, como ya todo el mundo suponía, habían tenido resultados positivos. Tampoco las pesquisas seguidas por bares, tascas y tabernas, donde se habían visto a cierto personaje de morado poniéndose morao con otros nueve, habían sido válidas, lo que había dado con la fulminación y fumigación del comandante en jefe de la Brigada Azul de la Policía Municipal, Carlos Ovejero. La oposición había denunciado en los siete juzgados de Motril, al alcalde Manuel López Barreiro, por concupiscencia urbanística, corrupción estética, prevariación de estatua, emplazamiento poco iluminado y marginal, despilfarro de adoquines, montaje fraudulento en la televisión local, trapicheo religioso y restauración de los valores callejeros republicanos. Denuncias todas admitidas con inusitado interés por un juez contumaz, Pepe Ribeiro. El partido Protocolario prometía, en su ascensión al poder, un nuevo monumento para el Cardenal, tallado en mármol de Carrara o en su defecto de Macael, mientras que Izquierda Uncida proponía que lo conveniente en la actual crisis estructural, era encontrar la estatua, devolverla al atrio de la Iglesia Mayor y guardarla dentro de una jaula de barrotes de acero, realizada por obreros artesanales como símbolo de contribución del proletariado a la magna, insigne e ilustre figura de un hijo señero en la biografía localista.
En el centro de la oblonga plaza se alzaba una cruz roja de claveles reventones que el Ayuntamiento había construido para la festividad en curso y una multitud de gentes se apiñaban junto a la cruz enhiesta y señorial, donde se disputaba un concurso de sevillanas de niñas progres y andalucistas peripatéticos curtidos en el polvo de las peregrinaciones al Rocío, que estaba siendo retransmitido por las emisoras locales de radio y televisión en directo. La otra parte de la multitud se apelotonaba en los bares que flanqueaban el recinto, donde algunos naufragaban sus penas ya que ahogarlas no podían.
Por la Puerta de Granada desembocan en ese preciso instante, coordinados por el guionista de esta historia, peineta en ristre, mantilla, gafas de sol, medias moradas a rayas y traje alunarado de gitana el Cardenal y la Peña de los Cruzados, compuesta por Carlitos el Higobombo con su tambor rociero y sus espuelas de oro, Juanico el Pejiguera con sombrero cordobés, Rafalico Muelas de Pavo y Serafín el Cancanica con trajes camperos, palmeando, mientras Luís el Tiritaño le dobla las palmas con una cañavera rajá; Joseíco Barriguera iba cantando por alegrías, el Abocho arrastraba de la guitarra y el Cabila con el pipote.
-Adelante, cruzaos, a quearnos con el personá -. El Higobombo dio el grito de guerra.
-Que yo me la llevé al río creyendo que era mozuela y luego tenía marío-. Canturreaba con gracejo Joseíco Barriguera con el jarapo por fuera.
-Venga niño pásame el agua bendita que tengo el garnate seco.
El Cabila le acercó el botijo del cual Barriguera dio un largo trago a caliche, pasándose la mano por la boca para secarla, antes de continuar con la cantinela.
-Quillo para ya, que te vas a beber to el fino -protestó el Abocho.
-Eminencia... -se acercó al oído del Cardenal en acto de reverencia Carlitos el Higobombo para soplarle alguna ocurrencia de las suyas.
-¡Chiiisss! -el Cardenal lo mandó callar-. Aquí yo soy Luisillo el Morao y bajo juramento de cruzados que sois, no debéis a vuestra excelencia delatar ni señalar, no vaya a ser pues que estos herejes me devuelvan al frío pedestal -le dijo mientras balanceaba su peineta negra de treinta centímetros.
En la presidencia del jurado de sevillanas mientras tanto, el alcalde Manuel López Barreiro, compartía amigable charla con Melchor Pipa, concejal pasota del área municipal de truculencias y asuntos raros y compañero en el Partido Subrrealista. A su izquierda, sentado en mayestática postura, propia del cargo de magistrado, Pepe Ribeiro, olfateando en el aire cualquier atisbo de delito de desacato, y a su lado Ángel Montero, profesor del arte de la danza flamenca. Otras autoridades y satélites compartían también la presidencia, el concejal de arribismos y escalas notables, Luís Dorado, y una cuota de representación femenina, no excedente del veinticinco por ciento, entre quienes se encontraban Nuria Nogal, más atenta que una avispa, y Aelitas la Escobera.

IV

Acrónimas leyendas luminosas incendian de azul metacrilato la crepuscularia caída de la luz con resplandores rosáceos y cinéreos, donde antes presidían humedecidas tierras causicenagosas lindadas por una tarquínea acequia, aorta de la concupiscencia provinciana y frontera de la urbanidad, formulada por la ingeniería musulmana, ahora se escucha el rumoreo mecánico de las voces de los motores y la fonación ecoica de los automóviles que, rezongantes, garantizan un elevado ambiente decibélico, como un restriego de tripas. Insidiosamente las avenidas despliegan ortoculares las farolas que definen el esqueleto del destino circulatorio de las pisadas con suelas de goma, con suelas recauchatadas, con hormas de piel de cabra muerta por fiebre tifoidea. Las palmeras, pintiparadas, sudan humo fuliginoso oteando la discreta vigilancia que ejercen sobre el sentido invariable de sus pasos, los vendedores de cupones con presencia de agentes secretos infiltrados en una organización del hampa que observaran la trascendencia criminológica del tráfico de influencias paleontopolíticas. Vendedores de rictus inseculares con papeletas de abyecta felicidad que preconizan un futuro maravilloso, mientras se cruzan en sincrónica guardia en el cruce de la calle Marjalillo Bajo, esquina calle Nueva, hasta el quiosco de la Kika y vuelta a empezar hasta la puerta de la academia de baile de Ángel Montero, donde un niño escupe un gargajo de gominola a la espera de su padre que en el interior recibe lecciones intensivas de folclorismo ultramoderno.
Ángel se descuajaringa, se retuerce sobre su tronco de olivo centenario, se licúa en sudor de agua de borrajas, mariposea sus manos en la atmósfera de aire enmohecido de sudor axilar, peina siluetas de brujas gitanas en el pulimento de los espejos y clava sus tacones sobre el entarimado de madera noble.
-Me tenéis que jacé mu bien la musaraña -indicó el maestro-. Me la hacen los niños chiquetitos, así que ustedes, no digamos. Y la Peña de los Cruzados comienza a dar zapatazos huecos en el suelo.
-Maestro, en tós los trabaos se fuma -dijo Joseíco Barriguera-. Vamos a echá un cigarrillo, ¿no?- Y se sentó en una silla de anea.
Ángel lo miró con ojos de camello degollado y por no liar una bulla continuó su tarea. -Y un-dos-tres. Un-dos-tres. Pastillas de jabón a real, pastillas de jabón -canturreó-. Media vuelta y cruce, ¡vamos a ver esos cruzaos cómo me bailan! Y un-dos-tres, cuatro-cinco-seis y pa la foto.
-Maestro a mi esto me cansa -musitó el Cancanica.
-A ve si t'has creío que vienes a un pase de modelos -refunfuñó Ángel mientras hacía una mohiganga con la boca-. Venga vuelta, vuelta, vuelta y vuelta, pero con ángel.
Y la Peña de los Cruzados como derviches mareados obedecía las instrucciones del maestro. Joseíco Barrigera se giraba por el impulso centrípeto de su buche de medio metro, mientras el Cabila, con el paso cambiado, daba las vueltas del revés y el Cardenal sin moverse.
-Ahora vamos con la segunda, la de la media luna -se desgañitaba Ángel-. Un-dos-tres, un-dos-tres y cruce con la izquierda.
De repente Ángel interrumpió la clase para dirigirse al individuo que vestía de morado.
-Oye tú. Tú a mí me tienes jartito. ¿Te piensas pasar to la vida ahí como un paguato que parece que estás oxidao? Le espetó Ángel mirando fijamente a las cuencas vacías de los ojos del Cardenal.
-Rapaz yo no soy otro que don Luis Antonio de Belluga y Moncada, ilustre purpurado, virrey de Valencia y Murcia, capelo cardenalicio, iluminador de la bula ‘Apostolici Ministerie’, fidelísimo devoto de la Virgen de los Dolores, procurador de pensión anual y perpetua al Hospital de santa Ana y canónigo magistral de la catedral de Zamora. ¿No os colma de honores que por intersección de la divina gracia, a vos, rapaz de sevillanas, haya acudido tal eminencia de la cristiandad?
-Por mí como si quieres ser el niño los iguales -respondió iracundo Ángel.
-Sabed que tal honor es reservado sólo aquellos que en gracia de Dios son elegidos -proclamó el Cardenal-. Ándate con cuidado y no seas lisonjero y trasmite tu saber a estos cruzados para el Día de la Cruz. Y así el Altísimo premiarte habrá con grande cielo.
-¡Ole, ole y ole! Y que la yerbagüena se le seque al que no diga ole -gritó Muelas de Pavo. Y un ole unísono de gargantas varoniles curtidas en vino de la costa fue lanzado al aire de la academia.
-¡Mirar que uno no tiene el coño pa ruidos a esta hora! -amenazó Ángel-. Así que ya me estáis haciendo el salerito, venga.