V

La plaza de España aparecía reluciente aquella noche de tres de mayo, con su remozada imagen de principios de siglo que tanta polémica y presupuesto habían costado a la ciudad. Escenario febril de mil vicisitudes en la vida ociosa de la ubre campechana, la plaza, cuya memoria guardaba el eco de los Polos de Desarrollo, del tricentenario del nacimiento del Cardenal Belluga, de la tartamuda mano del dictador saludando desde la balconada del Ayuntamiento, se mostraba adornada con farolillos de papel blanquiverdes con el anagrama de Tío Pepe. La estatua del Cardenal desplazada desde el centro de la plaza hasta el atrio de la Iglesia Mayor, llevaba cerca de un mes en paradero desconocido. Es decir, no se tenía idea de la figura disuelta, volatilizada, esfumada. Muy a pesar, eso sí, que todo hay que decirlo, muy a pesar -repito-, de las agudas investigaciones realizadas por la Policía Nacional, la Policía Local, la Guardia Civil, el Servicio de Camareras de la Virgen de la Esperanza, el Cuerpo de Adoradores Nocturnos de la Virgen de la Cabeza, el Escuadrón Fraticida de la Unión Deportiva Puente Toledano y de la Cofradía de los Hermanos de la Buena Búsqueda. Ninguna de las hipótesis apuntadas desde el principio por la policía, como ya todo el mundo suponía, habían tenido resultados positivos. Tampoco las pesquisas seguidas por bares, tascas y tabernas, donde se habían visto a cierto personaje de morado poniéndose morao con otros nueve, habían sido válidas, lo que había dado con la fulminación y fumigación del comandante en jefe de la Brigada Azul de la Policía Municipal, Carlos Ovejero. La oposición había denunciado en los siete juzgados de Motril, al alcalde Manuel López Barreiro, por concupiscencia urbanística, corrupción estética, prevariación de estatua, emplazamiento poco iluminado y marginal, despilfarro de adoquines, montaje fraudulento en la televisión local, trapicheo religioso y restauración de los valores callejeros republicanos. Denuncias todas admitidas con inusitado interés por un juez contumaz, Pepe Ribeiro. El partido Protocolario prometía, en su ascensión al poder, un nuevo monumento para el Cardenal, tallado en mármol de Carrara o en su defecto de Macael, mientras que Izquierda Uncida proponía que lo conveniente en la actual crisis estructural, era encontrar la estatua, devolverla al atrio de la Iglesia Mayor y guardarla dentro de una jaula de barrotes de acero, realizada por obreros artesanales como símbolo de contribución del proletariado a la magna, insigne e ilustre figura de un hijo señero en la biografía localista.
En el centro de la oblonga plaza se alzaba una cruz roja de claveles reventones que el Ayuntamiento había construido para la festividad en curso y una multitud de gentes se apiñaban junto a la cruz enhiesta y señorial, donde se disputaba un concurso de sevillanas de niñas progres y andalucistas peripatéticos curtidos en el polvo de las peregrinaciones al Rocío, que estaba siendo retransmitido por las emisoras locales de radio y televisión en directo. La otra parte de la multitud se apelotonaba en los bares que flanqueaban el recinto, donde algunos naufragaban sus penas ya que ahogarlas no podían.
Por la Puerta de Granada desembocan en ese preciso instante, coordinados por el guionista de esta historia, peineta en ristre, mantilla, gafas de sol, medias moradas a rayas y traje alunarado de gitana el Cardenal y la Peña de los Cruzados, compuesta por Carlitos el Higobombo con su tambor rociero y sus espuelas de oro, Juanico el Pejiguera con sombrero cordobés, Rafalico Muelas de Pavo y Serafín el Cancanica con trajes camperos, palmeando, mientras Luís el Tiritaño le dobla las palmas con una cañavera rajá; Joseíco Barriguera iba cantando por alegrías, el Abocho arrastraba de la guitarra y el Cabila con el pipote.
-Adelante, cruzaos, a quearnos con el personá -. El Higobombo dio el grito de guerra.
-Que yo me la llevé al río creyendo que era mozuela y luego tenía marío-. Canturreaba con gracejo Joseíco Barriguera con el jarapo por fuera.
-Venga niño pásame el agua bendita que tengo el garnate seco.
El Cabila le acercó el botijo del cual Barriguera dio un largo trago a caliche, pasándose la mano por la boca para secarla, antes de continuar con la cantinela.
-Quillo para ya, que te vas a beber to el fino -protestó el Abocho.
-Eminencia... -se acercó al oído del Cardenal en acto de reverencia Carlitos el Higobombo para soplarle alguna ocurrencia de las suyas.
-¡Chiiisss! -el Cardenal lo mandó callar-. Aquí yo soy Luisillo el Morao y bajo juramento de cruzados que sois, no debéis a vuestra excelencia delatar ni señalar, no vaya a ser pues que estos herejes me devuelvan al frío pedestal -le dijo mientras balanceaba su peineta negra de treinta centímetros.
En la presidencia del jurado de sevillanas mientras tanto, el alcalde Manuel López Barreiro, compartía amigable charla con Melchor Pipa, concejal pasota del área municipal de truculencias y asuntos raros y compañero en el Partido Subrrealista. A su izquierda, sentado en mayestática postura, propia del cargo de magistrado, Pepe Ribeiro, olfateando en el aire cualquier atisbo de delito de desacato, y a su lado Ángel Montero, profesor del arte de la danza flamenca. Otras autoridades y satélites compartían también la presidencia, el concejal de arribismos y escalas notables, Luís Dorado, y una cuota de representación femenina, no excedente del veinticinco por ciento, entre quienes se encontraban Nuria Nogal, más atenta que una avispa, y Aelitas la Escobera.

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