CLAVE DE SOL

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Andrea posó sus lábiles dedos sobre la octava baja del piano vertical y comenzó los ejercicios de quinto curso, como cada tarde entre las seis y las ocho de otoño, cuando la luz tiene ese color sepia invertebrado que se cuela como polvillo de arroz por los ventiladeros de la nariz. Interpretaba distraída el allegro maestroso del concierto número uno en mi bemol mayor de Frank Liszt que era donde solía perder más el ritmo. Sentada junto a su migraña, la rubia melena leonada adornada por hilillos rizados de sol que caían en cascada sobre su espalda, Andrea se interrogaba con desesperación qué combinaría el sábado con su blusa de seda verde limón, sin encontrar en el probador de su cabeza la composición definitiva con que se vestiría entre el voluminoso ajuar que atiborraba su armario. La tarde tenía ribetes de violín en los ángulos cenitales y el piano añoraba la descansada ausencia de los dedos frágiles de la niña con pechos de mujer. Sobre las lengüetas azules del cielo sonaba una sinfonía de olores y una anacrusa, escapada del pentagrama, aterrizó sobre el alféizar de la ventana.

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