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La tarde marcada de un mágico acento de luz estaba dominada por los grados tonales del aire. La migraña sentada en la cama de Andrea respiraba fusas y corcheas, negras y blancas a la velocidad que el metrónomo marcaba, mientras contemplaba ensayar a la niña las escalas cromáticas y los arpegios melódicos, cuando sus dedos de cristal hacían crucigramas sobre el arlequinado juego de teclas y se acrecentaban los arrebatadores episodios de melancolía que tanto atolondraban a Andrea. Ángel Manuel era el quinto novio en la cuenta corriente afectiva de su radiante juventud, pero con suerte aún llevaba aprehendidos en su corazón los cuatro primeros amores que fue descartando de su baraja de cariños por aflicciones que arruinaban su libérrima alma. El amor era en manos de Andrea una bagatela, algo friable que el tiempo convertía pronto en corteza muerta dispuesta para ser consumida por el fuego de lo rutinario, soñadora muchacha de apuestos paladines que consumía a sus novios con la fiebre de quien devora una ilusión, buscando uno tras otro el príncipe imposible, el galán de quimera que no vendrá pero para quien hay que estar acicalada y dispuesta. No había para ella causa de anclamiento a sus conquistas pues su corazón no bebía de un amor más exquisito que aquel que ella se dispensaba para sí y sólo se asentaba en su conciencia un ligero rumor de culpa cuando, desde su vanidad de pianista indolente, percibía ahogarse en el dolor a alguno de sus frustrados pretendientes.

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