Cerrado el Paraíso, la gente encontró en los bares un sucedáneo. Las tabernas del mundo desde entonces se llamaron Babilonia.
Salida
Cerrado el Paraíso, la gente encontró en los bares un sucedáneo. Las tabernas del mundo desde entonces se llamaron Babilonia.
Forense
A fuerza de practicar la autopsia a las palabras descubrió, en sus cadáveres, claros síntomas del atrofiado pensamiento humano.
Vagabundos
Al salir de casa se topó, sin quererlo, con un rhinovirus que deambulaba por la acera. Tenía un aspecto lamentable. En un acto de humanidad le dijo se cuidara que tenía mala cara. “Márchese a casa, métase en la cama y descanse”. Enfadado, el rhinovirus se revolvió contra él y lo colonizó.
Cuentos mínimos
Cuentos en miniatura
Cada noche el hombre leía el libro bajo la luz de la farola y cuando lo cerraba concluían los sueños.
Dejó de pensar en el preciso instante que, cautivado por una idea seductora, huyó con ella.
Tenía que dar un recital de poesía y perdió la erre por el camino. Fue una tarde de versos gangosos.
Los artículos personales serán escaneados en los aeropuertos.
El profesor escribió en la pizarra la palabra ‘coloide’. Al girarse hacia la clase todos sus alumnos habían desaparecido.
Lo besó y nunca más se supo.
Fue un escritor con muchos textículos.
Devoró al lector.
La pelota dibujó una hipérbola en cielo hasta que tapó el sol y se produjo un eclipse de fútbol.
Llegó el juez y dijo: «que se levanten los condenados a muerte». Y toda la humanidad se puso en pie.
Le pidió un ratito de ternura sensual. Ella lo abrazó entre sus pechos y él desapareció.
No dejaron de amarse durante toda la noche y cuando amaneció supieron que no existían.
Ficción súbita
Microcuentos
Fue a dar las condolencias a un conocido por el fallecimiento de un familiar. Al acercarse a la casa vio la mesilla con el libro de firmas y las sillas en la puerta. No era una tarea grata pero había que cumplir. Fuera no había nadie y pensó que quizás era muy pronto o muy tarde. La puerta de la calle estaba abierta pero en el recibidor las sillas permanecían vacías. Tampoco se escuchaba ningún ruido que advirtiera de la presencia de gente en la casa. Se extrañó y dudó si entrar o marcharse para regresar después, pero se dijo que ya que estaba allí no era cuestión de volver otra vez. Entró con parsimonia mientras buscaba con la mirada la presencia de alguien en la vivienda. El velatorio estaba vacío. Su olfato lo orientó hacia el olor a crisantemos, gladiolos y lirios que emanaba desde una habitación al fondo de la casa. Durante un instante estuvo desconcertado sin saber hacia dónde ir, pero se decidió y llegó hasta la habitación donde estaba el féretro. El cadáver no estaba y en su lugar un cartel indicaba: «ni vivo ni muerto». Sintió un repentino escalofrío y se marchó. Caminó molestó durante un rato porque consideró inútil su acción y, sobre todo, se sintió frustrado por no haber podido dar el pésame a nadie.
Cuentos minúsculos
Minificciones
Cortazianas
Diagnosis
Tras el último escáner le diagnosticaron un tumor irremediable. Era un cáncer terminal que pronto lo devolvería a la vida.
Encuentro en la primera fase
Un hombre de neandertal y un homo sapiens se encuentran hace 40.000 años en la península Ibérica. Después de mirarse fijamente a los ojos mantienen una conversación.
N-¿Vienes de lejos?
HS.-Llevo andado miles de años hasta llegar aquí.
N- ¿Estás cansado?
HS- No. Todo lo contrario, me siento pujante y lleno de energía. Dueño del futuro y de este mundo.
N- Eres optimista. Yo en cambio sé que no veré el futuro.
HS- No lo verás; te extinguirás antes.
N- ¿Y no te da miedo tanta responsabilidad, ser la especie que domine la Tierra?
HS- ¿Miedo? Me espera una vida apasionante llena de evolución. Inventaré la escritura, dominaré el fuego, practicaré las artes y cultivaré las ciencias. Descubriré el Universo que nos rodea y el átomo. Viajaré fuera del planeta.
HS- También inventarás a Dios y conocerás la muerte. Matarás de manera intensiva e indiscriminada. Acabarás con los recursos de este mundo y con otras especies y te adueñarás del planeta.
El homo sapiens bajo la mirada y meditó un momento.
HS- Tienes razón, hermano. Quizás yo tampoco tenga futuro.
N- Entonces no parece tan bueno ni inteligente este diseño.
HS- Tú déjame que pensar es lo mío.
Castillo de naipes
Lu-Chi Ai-ti acudió al gran maestro para que le aconsejara sobre las adversidades que el destino, a veces, depara.
–Sabio anciano –interpeló–. Si después de colocar con trabajo y esmero cada pieza importante de mi vida, el infortunio se empeña en derribarlo todo como si fuera un castillo de naipes, ¿debo abandonar toda empresa y rendirme a la indolencia?
El anciano lo miró, extendió sus manos y cerró sus párpados. Permaneció callado durante un tiempo que a Lu-Chi le pareció eterno. Luego dijo:
–No eres tú quien contiene a la existencia dada sino ella quien te contiene a ti. Tú eres ese destino que se derrumba en un instante y quien al acto debe levantarse. No te abandones a la suerte porque tú eres el azar mismo de esa carta caída y levantada hasta la eternidad.
Escriturar
Comenzó a escribir su vida y contó, con pelos y señales, cada detalle. Perfeccionó su método y acabó por anotar cada segundo de su existencia. Necesitaba otra vida para escribir su vida sin apreciar que la escritura de sus hechos era la experiencia misma de vivir.
Salto al vacío
Sentado al borde del vacío esperó que no pasara nada y saltó sobre él. Se bajó de la cama y empezó a transitar el día. El sueño lo había traído del futuro y el futuro no iba a volver al pasar.
Historia de un corazón vidriado
El corazón es como un vidrio puro –me dijo-. La primera vez que un desamor rompe el cristal, la fractura parece irreparable. El tiempo la une pero la cicatriz permanece indeleble. Después llegan más amores que lo agrietan de nuevo. Nuevas fisuras que con paciencia es necesario volver a soldar.
Así aquel espejo bruñido y de una pieza es, al final, igual que un diamante con muchas caras. Y cada una refleja el destello de los amores vividos por ese corazón.
Radiografía
–Hoy me noto raro.
–¿Qué te sientes?
–Eso es que no me siento nada. Ningún dolor, ninguna molestia.
–Deberías ir al médico y pedir un volante para el radiólogo.
–Sí y que me escaneen el alma.
Amor ‘fou’
En el hormiguero hay una pareja que hace el amor todas las tardes después de ducharse. Primero se lava él y a continuación lo hace ella que es quien limpia la ducha. Es una hormiguita que pasa desapercibida en la inmensidad de la urbe mirmecológica pero llena de encanto y con una bonita sonrisa. Su belleza es hiriente y refinada. Le declararía mi amor si no fuera entomólogo.
Ola de calor
A Isabel y Pablo les sobrevino un problema con la ola de calor: los niños se les derretían como una bola de helado en el Sahara.
Desdoblamiento
Llamé a mi casa y me contestó mi voz.
-¿Sí? Dígame.
-Soy tú le dije.
-Me gasta una broma o qué.
-¿No me reconoces?
-Mire no tengo mucho tiempo que perder. O me explica lo que quiere o le cuelgo.
-No te pongas en ese plan de situarte en un plano superior que te conozco.
-Usted a mí no me conoce de nada.
-¿Cómo que no? Te conozco cuando te levantas por la mañana maldiciendo el hecho de tener que ir a trabajar; cuando te impacientas en los atascos; cuando te exaltas porque alguien se demora haciendo la compra, mientras tú esperas… ¿Quieres que siga?
-Vale, no siga usted. ¿Qué quiere venderme? ¿Es una nueva oferta telefónica, libros, algo a plazos? ¿O se trata de una encuesta camuflada? Le aseguro que si es algo de alguna confesión religiosa hemos terminado de hablar.
-No vas a cambiar nunca, siempre te precipitas sobre las cosas.
-Hombre, encima me da consejos de comportamiento. Dígame qué quiere.
-Quiero que reflexiones sobre tu vida.
-Eso es muy metafísico.
-No eso es muy real. Piensa a qué dedicas tu tiempo.
-Lo dedico a aquello que me veo obligado a hacer y, cuando puedo, a lo que me gusta.
-Pierdes el tiempo en cosas absurdas: escribir, Internet, en especial esas dos cosas juntas, bajar al mar, hablar con los amigos, intercambiar afectos, dedicarte al tiempo inútil de la meditación, leer, poner un acento escéptico y pesimista a la forma de ver el mundo…¿Crees que por ahí vas a llegar a alguna parte?
-No lo sé. ¿Si usted me dice dónde hay que llegar?
-Podrías replantearte tu modo de vida. Antes no eras así.
-Me parece que es un poco tarde para cambiar las cosas. Además ya no recuerdo como era antes.
-Inocente, espontáneo, combativo, enamoradizo, libre.
-También cabezota, inconsciente, irresponsable, indolente con los que me rodeaban.
-Pero ahora eres demasiado metódico y ritualista. El pragmatismo se ha apoderado de ti y no haces nada que no tengas programado.
-Se me escapa el tiempo.
-Por eso, no echas de menos el cometer más errores, correr más riesgos. Hacer más tonterías. Jugar como un niño.
-Siempre me faltará aquello que no tengo pero lo que no tendré nunca será otra vida para repetirme.
-Por eso come más pasteles y bebe más vino. Ten más complicaciones reales y menos problemas imaginarios.
-Mi realidad imaginaria tiene tanto peso como el mundo físico. Sin uno no podría vivir en el otro.
-La vida está hecha de momentos. No hay que dejar escapar el ahora.
-Vivir es un momento. Ese es mi ahora.
Al colgar pensé: esta es la última vez que hablo con un desconocido.
Beso con lengua
Me contaron una historia que me pareció increíble. Tras una noche en una discoteca donde conoció a una chica con la que tonteó, Lucio despertó a la mañana siguiente con una extraña sensación. Sudoroso y aturdido se levantó de la cama como desenmarañándose de un ovillo sueños.
Detalles imprecisos de la madrugada fueron tomando cuerpo en su mente. Primero vino un rostro de chica con facciones redondeadas. Luego una mirada líquida donde se sumergió toda la noche hasta casi ahogarse. Recordó que la joven vestía una camiseta con una definición: ‘100 % mala’. Y haberle pedido su número de móvil, algo a lo que ella se negó. Pero sobre todo aún saboreaba aquel beso con lengua que fue como una descarga eléctrica y lo dejó anonadado.
Se preparó un café para espabilarse y poner en orden sus ideas. Bajo el paladar notaba una picazón que pensó se debía a la bebida. A pesar de la aventura se sentía abrumado por una idea: no sabía cómo poder localizarla. Días después volvió sobre sus pasos, regresó a la discoteca, pero nadie le dio norte de ella.
Los días pasaron y aquella sensación de flotabilidad perdió su fuerza como una gaseosa destapada. Lo único que permanecía de la referida noche era aquel hormigueo en su lengua: una sensación como cuando pones la lengua para comprobar si una pila eléctrica está cargada y notas el picor de la corriente. Las semanas transcurrieron pero la molestia bajo su lengua no.
Fue al médico para que lo reconociera. Tras un primer vistazo el doctor advirtió una marca como de cifras numéricas. Una lupa le ayudó a saber que se trataba de un dígito de nueve cifras. Lucio comprendió entonces.
Inconveniencias
Eso sí, la humedad me está matando.
La visita
—¿Se puede?
—Adelante.
—Buenas. Tiene usted un ‘blog’ muy curioso —le dijo—. Aunque se le ve un poco solitario.
—No tengo muchos vecinos, no. Tampoco viene a visitarme mucha gente. Es cierto. Pensé bautizarlo como ‘La estepa rusa’ o ‘El mar de la serenidad’. Pero no me quejo. Lo mantengo abierto porque me gusta venirme aquí un rato por las tardes o de madrugada, cuando parece que todo el mundo se calla. Algunas noches, miro hacia fuera y veo como un humillo blanco que se eleva de los edificios. Son los sueños que la gente tiene. He fabricado una máquina que captura ese humo y los traduce. Luego las traducciones las suelo colgar entre estas cuatro paredes.
—Entonces ¿es una bitácora para soñadores?
—Bueno más bien para ilusos que dicen algunos.
—De ilusión también se vive.
—Sí, esto a veces parece una ilusión, otras no.
—¿Cuándo parece más real?
—Cuando se presenta gente como usted y charla conmigo, así en plan amistoso.
—Lo cierto es que no tenía nada que hacer. Si no igual paso de largo. Ya le digo que como no tiene mucha parafernalia, ni dibujitos, ni fotos. Ni tampoco nada de sexo con lo que llama la atención, ni de política que pica mucho a la gente. Podía poner algo… unos enlaces luminosos, una radiografía de su esqueleto o, que le digo yo, una oferta: una entrada para un espectáculo al que deje un comentario. Puede sobornar a esos que hacen listas de ‘blogs’. Dicen que si pagas algo te suben de posición.
—Déjelo es igual.
—Hoy he leído en Internet que cada día nacen cien mil nuevas bitácoras. Son muchas ¿no? A este paso va a ver superpoblación. Cada 230 días se duplica su número.
—Sí, cada día somos más pero hay mucha diversidad. También una profusa repetición. Ocurre igual en el Universo: millones de estrellas formadas con muy pocos elementos.
—A este paso se convierten ustedes en el quinto poder.
—Ese análisis lo hacen los optimistas o quienes son arte y parte de este negocio con unos intereses muy concretos.
—¿A quién le teme más?
—A los segundos. Son los gurús de la blogosfera y engañan a la gente.
—Parece usted un descreído.
—No me gusta meterme con nadie, pero no puedo dejar de ser escéptico. Detrás de un juicio así hay intereses concretos.
—La verdad que para mantener esto abierto hay que estar sobrado de tiempo. Tengo un amigo que dice de ustedes, los bitacoreros, que tienen mucho tiempo libre y por eso se dedican a este asunto.
—Bueno es un sambenito que nos han colgado como otro cualquiera. Pero mantener esto limpio y ordenado lleva lo suyo, no se crea.
—También alimenta el ego una barbaridad, que hay cada uno por ahí…
—No, si tiene usted razón. Pero yo la verdad no soy ambicioso, es para echar el rato y matar el tiempo.
—¿Ha matado mucho tiempo ya?
—Alguno, no se crea. Ve esos sacos amontonados en aquel armario. Es tiempo muerto que he ido matando aquí.
—Pues sí que… ¿y es difícil matarlo?
—Cuando más me cuesta es en las noches de insomnio. No hay forma.
—Se le ve cansado de esta vida.
—Más que cansado de vivir estoy exhausto por lo vivido.
—¿Se viene conmigo?
—¿Dónde iremos?
—Lejos.
—¿No podré regresar?
—No.
—¿Podré construir otra bitácora allí donde vamos?
—Lo desconozco.
—¿Es usted la ignorancia?
—Soy la primera duda y la única resuelta.
El jersey de lana
Esta mañana he tenido que tirar el jersey de lana. Lo metí en la secadora y ha encogido. No me gusta despedirme así de las cosas a las que le tengo cariño. Lo había echado a lavar porque se me manchó el día anterior cuando después de comer decidí echar un polvo con mi novia y al final salió salpicado. Lo del polvo fue porque al final de una cinta de vídeo había quedado grabado un trozo de película porno y nos animamos. La noche anterior dejé el vídeo preparado para grabar un programa sobre la evolución de la vida en el planeta Tierra. Lo había visto anunciado en el periódico del día que alguien se dejó olvidado en el metro. Nunca cojo el metro pero tenía prisa y el autobús tarda una hora en llegar. Ese día salí de trabajar un poco más tarde de lo habitual porque mi compañera de oficina se empeñó en demostrarme cómo funcionaba una nueva versión de un programa de ofimática. Nunca me puedo negar a lo que ella me pide; es siempre tan atenta. En mi último cumpleaños me regaló un desnudo de su cuerpo y lo que llevaba puesto que era el jersey de lana.
Caperucito Feroz y la Loba Roja
Pie de foto
—Mira un alien —le dijo. Alfredo sonrió.
—No es más que un insecto. Algo extraño, eso sí —le respondió.
—Pero se parece a alien.
—Las películas de ciencia-ficción copian el diseño de sus monstruos tras observar el mundo de los insectos —le detalló para sosegarla—. No te muevas que no se espante. Voy a por la cámara.
—Eso, lo único que te importa ahora es hacer fotos.
Alfredo volvió en un periquete y enfocó al extraño insecto con su cámara de 10 millones de megapixeles. Hizo un primer disparo y saltó el flash. Ocurrió entonces algo insospechado. Cuando el bicho recibió la luz de repente duplicó su tamaño. Se hizo mayor y cambió su forma.
—Oh! –exclamó.
—Arrrggg! —gritó ella con asco.
—Eso debe ser porque la luz aumenta la velocidad de duplicación celular —definió para apaciguarla. Existen microorganismos que al percibir un aumento de temperatura aceleran su cinética de crecimiento. Este debe ser sensible además a la luz.
Ante tal maravilla, Alfredo volvió a clicar su cámara. El insecto dobló su volumen y adoptó una nueva figura. Alfredo, perplejo y boquiabierto, separó la cámara de su rostro para ver el prodigioso acontecimiento. Su mujer corrió lejos del cuarto de baño para llamar al servicio de emergencias.
El asombro obligó al índice de Alfredo a disparar continuamente. A cada clic una nueva figura y un ser más colosal.
Al día siguiente fue portada de todos los diarios nacionales. Una foto retrataba una boca gigantesca y una negritud inmensa. Al pie se podía leer «La última foto de Alfredo». En el interior todo el reportaje.
Campeonato Mundial de Fútbol de placeta
Antes de empezar a dar patadas a la pelota había que escoger, un momento decisivo porque de ese hecho dependía la suerte del juego. O los equipos estaban equilibrados o el encuentro acababa antes de tiempo por retirada del contrario. Se escogía a pares o nones entre dos capitanes y siempre había disputa por llevarse los mejores elementos. El sorteo de campo se hacía lanzando una piedra plana al aire, mojada previamente por una de sus caras con saliva. Para comenzar el partido se daban dos botes algo que, con frecuencia, iniciaba la primera de las discusiones por la parcialidad del bote inclinado hacia uno u otro campo. A partir de ahí comenzaba el ‘zafarrancho de combate’. Cada gol se celebraba como una autentica victoria.
Las disputas alcanzaban incluso al seno de los componentes de un mismo equipo cuando, por ejemplo, había que lanzar un penalti. Ese lance del juego que todos los niños queríamos protagonizar. Pobre de aquel que lo fallara después de discutir con sus compañeros quien era el chutador.
Las normas más destacadas decían que penalti y gol es gol; que de portería a portería es una marranería (y el gol no valía); que no había fuera de juego pero quien marcaba los goles detrás del último defensa debería cargar con el descalificativo de 'ficharroscas'. Había diferentes faltas que provocaban discusión como la ‘mano-caída’, si la pelota tocaba el brazo mientras este se apoyaba en el suelo, mano involuntaria, agarrón, zancadilla o patada.
Al finalizar el partido el himno que entonaban los ganadores, para humillación de sus contrarios, venía a decir:
Hemos ganado
Una copa de meaos
Y se la han bebido
Los que han perdido.
Tarde de cine
A la vuelta feliz como un niño que cumple su deseo decidió tomar un camino de vuelta a casa diferente al que cogió la pandilla de jovenzuelas que le acompañaban. Tenía tanta prisa por llegar que optó por acortar el camino y cogió un atajo.
Había dado apenas unos pasos cuando un chaval, algo mayor que él, interrumpió su caminar. El joven le preguntó qué era lo que se veía en las entradas que llevaba en la mano. Inocente desplegó las papeletas y se dispuso a leer las letras impresas. No tuvo tiempo a terminar la lectura. Los tiques volaron de sus manos.
Su alegría desapareció de repente. Rompió a llorar mientras intentaba alcanzar al ladrón que pronto desapareció en una encrucijada de callejuelas. Su desconsuelo fue a más igual que su llanto y, en ese instante, pensó que había hecho mal por abandonar el grupo de muchachas.
Un joven se acercó a Marcelo y le preguntó por qué lloraba. Tras contarle su desventura el joven que también regresaba de la cola del cine dijo conocer al pillastre, le pidió que se tranquilizara y lo llevó hasta su casa. Allí habló con una señora sobre el hurto de las entradas y la identidad joven que le había arrebatado las entradas. La mujer cogió a Marcelo por el brazo y echó a andar.
La ciudad entonces le sonó desconocida. Caminó por calles inéditas y vio gentes distintas. Turbado, quejumbroso, se lamentaba de todo lo que sucedía. Hasta llegó a inquietarle la señora que lo guiaba.
Al llegar a una vieja casa, la mujer interrogó a una joven que cuidaba un bebé, sobre unas entradas de cine, y ésta le señaló el alféizar de una ventana donde aparecían arrugadas. La chica contó que su hermano acababa de traerlas porque se las habían regalado. Recuperadas las papeletas la mujer lo acompañó hasta la cercanía de su casa. Aún temeroso corrió hasta su hogar.
Aquel día Marcelo aprendió, en una sola lección, no a confiar ni a desconfiar de las gentes o a recelar del azar. Marcelo aprendió a esperar lo inesperado.
Demonios
Mal’ak, el ángel negro de las tres alas, posado un día junto al borde abismal que cae al Infierno inundaba sus pulmones con los vapores que exhalaban de la sima.
―Dime, Mal’ak ―le preguntó un alma en pena―, a qué huele.
El ángel dotado de un olfato infinito respondió:
―Huele al achicharramiento de carne y vísceras humanas. Pero, entre ellas, distingo por su profusión, un olor especial. Lo desprenden los cuerpos de aquellos que dijeron servir a Dios en su Iglesia.
La invitada
Invitada al enlace matrimonial de sus queridos amigos Vanesa y Carlos, Leticia, como manda el protocolo, entregó igual que el resto de invitados un sobre a los novios en el día de su boda.
Este presente es para desearos mucha felicidad en vuestra nueva vida de casados. Después de pensar mucho qué cantidad de dinero debía meter en este sobre, he llegado a la conclusión que el mejor regalo que os podía hacer es mi sinceridad la cual será un lazo de unión más seguro que el sacramento matrimonial.
En primer lugar quiero decirte a ti, Carlos, que tu flamante esposa, en los últimos dos años, te la ha estado pegando con tu primo Rodrigo, y me ahorro los detalles que te los puede contar ella mejor que yo.
Tú, Carlos, tampoco te quedas atrás y aunque en lo sexual, aparte de restregarte con la puta en la despedida de soltero, no hay nada achacable, le deberías contar a Vanesa que tu boda es una estrategia económica, planificada junto a tu madre, para reflotar la empresa familiar. También me ahorro los calificativos con que designan a la familia política en tu casa. En fin creo que estáis empatados y deberías uníos ante la adversidad.
Vuestra amiga siempre,
Leticia
Vanesa y Carlos pasaron por varios estados emocionales en cuestión de segundos. Pensaron intercambiar muchos reproches pero decidieron como gente civilizada. Vanesa recordó que pronto sería la boda de su amiga Esperanza y Carlos pensó en el casamiento de su primo Rodrigo. Ambos rumiaron que Leticia estaría invitada y les llevaría un sobre con sus mejores deseos y algunos secretos que ellos conocían.
Renovación del DNI
Tras fijarme que tenía caducado el Documento Nacional de Identidad desde hace veinte años, he tomado la drástica decisión de renovarlo. Sobre todo porque no acababa de reconocer al tipo de la foto. Un examen de conciencia ciudadana me encaminó hacia la Comisaría de Policía.
−Buenas.
−Dígame.
−Es aquí para renovar el carné.
−Sí.
−¿Qué hace falta?
−Dos fotografías y el carné antiguo.
−Tome.
−¿Es usted Juan Pérez Martínez?
−No estoy seguro.
−¿Cómo dice?
−Que a veces siento que no soy esa persona.
−Un poco de seriedad, eh.
−Es por mi enfermedad.
−¿Está usted enfermo?
−Sí. Tengo un trastorno bipolar serio.
−¿Eso que es?
−Que unas mañanas me siento bien, como el del anuncio del donut, y otras todo lo contrario. Por eso no sé si soy yo u otro.
−Pero ¿usted cambia de apellidos durante el día?
−No.
−Pues entonces usted es este.
−Vale, si usted lo dice.
−¿Es hijo de Juan y Juana?
−De Juana sí, porque me crió, pero de Juan no sé.
−¿Cómo que no sabe?
−Es que yo tengo varios padres.
−A ver, explíquese.
−Sí porque a mi madre le hicieron varias transfusiones sanguíneas durante el embarazo.
−Eso no cuenta. Su padre es Juan y ya está.
−¿Vive en la calle del Agua número 7?
−No, se llama calle Sequía, le han cambiado el nombre; como no llueve.
−Oiga me está usted impacientando.
−Disculpe, es por culpa de mi falta de identidad que caducó hace veinte años.
−Ya veo. Ande, deme el dedo índice de la mano derecha.
−Ese no. ¿No le importa que sea el de la izquierda?
−Me parece que usted y yo vamos a acabar mal. Muy mal.
−No se ponga usted así, hombre. Se lo digo porque el derecho, como lo utilizo mucho para señalar, lo tengo un poco gastado e igual las dactilares salen un poco cubistas.
−¿Acaso tengo cara de tonto? ¡Traiga acá el dedo ahora mismo o se lo corto!
−Vale, no se me irrite que igual le afecta el síndrome scriba infensus.
−Quiere dejar de decir chorradas de una vez. Y ahora deme el pulgar.
−Sabía usted que gracias a que el pulgar se opone a los otros cuatro dedos hemos podido evolucionar. Sin él ni usted ni yo sería lo que somos.
−Me tiene harto. Son 6 con 45 euros.
−Ah, pero hay que pagar por tener identidad.
En ese momento observé como la cara de aquel hombre enrojeció hasta un color rojo sanguina. Parecía que sus ojos se le iban a salir y dejó de respirar. Inmediatamente cayó al suelo. Dijeron que era un infarto. Entonces otro señor se me acercó y me dijo:
−Vuelva usted mañana.
Pero no he vuelto, a fin de cuentas prefiero ser un sujeto no identificado.
Consuelo
Me la encuentro pasado un tiempo tras el accidente de tráfico que acabó con la vida de su joven hijo. Nos saludamos con la mirada porque hay momentos donde sobran las palabras.
−Una pierde a los seres queridos pero no debe perder lo que sentía hacia ellos −me confiesa casi con lágrimas en los ojos−. Cada mañana hago cosas que sé que a él le gustaba verme hacer, no sé algo como sonreír, cocinar, dar largos paseos…
Después hay un silencio.
…−Mi corazón ahora es un vaso de agua y su recuerdo como una bolsita de té que mojó para que me impregne de su presencia.
El traidor
El filo de la cama
Las personas que tienen por costumbre dormir solas no saben el tesoro que poseen. En su descargo argumentan que, en esa práctica, echan de menos al alguien a quien poder abrazar las largas noches de inverno, un otro con quien charlar las cortas y calurosas noches de verano. Quieren, en definitiva, compartir los pensamientos del día y los sueños de una vida mejor y no estar solos en ese viaje que es el sueño nocturno.
Está claro que hablan desde la inexperiencia sobre un hecho que resulta trascendente en la vida marital. La cama, una vez decides compartirla, se convierte en un mapamundi geopolítico y estratégico. Para empezar debes elegir una parte de ella que será como si te condenaran a cadena perpetua, porque ya nunca podrás regresar al otro lado. Para seguir tendrás que ser de izquierdas o de derechas (en la cama), porque no hay punto intermedio. Podrás mirar la otra mesilla de noche, pero ya no te pertenecerá y hasta la lamparilla con nostalgia, pero ese interruptor no lo tocarás jamás de no ser que se rompa y tengas que acudir, no como usuario, sino como chapuzas doméstico. Es como si vivieras en España y te acordaras de China.
Una vez te acomodas en la mitad del uso del colchón, lo peor está por llegar al sucederse una serie de litigios y calamidades que nunca habías previsto. El primero es el uso y abuso de la almohada que puede derivar en una tortícolis crónica o síndrome del pescuezo torcido, al que le esperan mañanas de masaje y Reflex. El segundo los avatares es la llamada batalla por las sábanas, una guerra de tirones en la medio consciencia del sueño que, las más de las veces, acaba en trágica destapada, por no mencionar el tinglado que produce cuando a las sábanas añades la ropa de invierno (colcha, cobertor, edredón, etcétera), o cuando notas que tus pies están fríos y tu cabeza caliente. El tercero es cuando el enemigo avanza hasta sitiarte al mismo filo del precipicio (hay quien llega a caer al vacío). Entonces recuerdas con nostalgia como tu cama te recordaba a las grandes praderas donde solías retozar largas horas, buenos sueños.
EL CHIVATO
Pepico fue un niño gestado en la guerra que nació, como muchos de aquella época, con el hambre atrasada. Al crecer tuvo empleo de niño de posguerra y trabajó en la vega como muchos zagales. Recogía turrillos y zocas y sacaba el tarquín de las acequias. Por supuesto, fue empleado muchas veces como recadero y enviado, junto al burro Chocolate, a llevar la comida a su abuelo.
A menudo el hambre licenciosa le impulsaba a deshacer hatillo de la comida y un día probaba la salamandroña, otro chupaba las morcillas y un tercero cataba el puchero de coles. En cierta ocasión el abuelo, con bondad, le reprochó lo que hacía y le dijo que compartiría su comida pero que no destapara más el almuerzo en mitad del camino para catarlo.
Pepico, ofendido por haber sido descubierto, inquirió al abuelo quién le había contado lo que él hacía. Ante la inocente pregunta infantil el abuelo acusó al burro de ser su confidente. Pepico agachó la cabeza, cogió la cuerda y tiró de Chocolate hasta perderse en un vericueto de la vega. Allí miró de frente al animal enfurecido y, mordiéndole una oreja, le espetó: «esto es para que no te chivates más».
LOS MARTINICOS
En memoria de mi mamica Carmen
Voy a contar una historia de cuando la luna se chupaba a los niños con un canutero en las noches de plenilunio y teníamos que andar por las calles debajo de los aleros y cornisas de las casas, por el angosto corredor que formaban las sombras angulosas de las limatesas, temerosos a ser absorbidos hasta un paraje lunar de donde, nos decían, jamás se torna. Eran tiempos con viviendas deshabitadas que hospedaban espantos y que a los niños nos gustaba distinguir marcando cruces de tiza en sus puertas, y en las noches, al tañido de las doce campanadas, las ánimas benditas recorrían, en procesión espectral, el Camino del Cementerio hasta el camposanto y pobre del mortal que se topara con ellas pues lo arrastrarían hasta su morada. También era común entonces que en los hogares se alojara algún tipo de duende que unas veces resultaban ser un huésped maleducado o travieso, otras benefactor o simpático y, en ocasiones, lo había charlatán o martirizador, según la especie a la que perteneciera. Aunque de los muchos relatos que yo escuché, los más comunes y domésticos eran unos llamados martinicos.
Las largas noches de invierno, guardados al rescoldo del brasero de la mesa-camilla, cuando las personas mayores concurrían en derredor de su calor con amigable charla, eran las más socorridas para alimentar nuestras pueriles y ensoñadoras mentes. Fue en una de esas veladas ventosas y frías de febrero cuando tuve la primera noción de la existencia de los martinicos. Decaía la conversación en tópicas referencias de hechos cotidianos y algunos de los contertulios habían abandonado camino del lecho, cuando unos repentinos golpes, distantes y casi irreales, que provenían del interior de la pared que sostenía el reloj de cu-cú, me estremecieron. Como la tertulia había sido pródiga en narraciones sobre espectros y fantasmas, mis ojos temerosos buscaron una complicidad sosegadora que diera explicación a los ruidos. Advirtieron pronto mi temor infantil porque mi abuela sentenció, como si nada, "son los martinicos".
Pregunté entonces, aún más angustiado: "¿Los martinicos? ¿Quiénes son esos martinicos?". Mi madre, toda candor, me explicó con la voz dulce y las palabras blandas que las madres tienen para sus hijos, que se trataba de unos duendecillos que vivían en las paredes de las casas, rara vez avistados por persona humana y que al anochecer golpeaban con sus martillos en el seno de los muros. No debió serenarme lo suficiente su respuesta ya que se apresuró a decir que no me preocupara, porque aquellos seres misteriosos no hacían mal a nadie. Aquella noche mi inquietud me hizo dormir mal y me fui a la cama con el alma en vilo. Ni que decir tiene que recé con más fervor que nunca el "cuatro esquinas tiene mi cama, cuatro angelitos me la guardan...", con el anhelo de que aquel cuarteto celestial hiciera la más férrea de las custodias sobre mis inocentes sueños. A pesar de ello me sumergí en un duermevela con la imagen de una descomunal factoría, donde interminables escaleras en miniatura se confundían en un dédalo de direcciones arriba y abajo y una miriada de hombrecitos, provistos de diminutos martillos, picaba incansables hasta el amanecer las paredes de la casa.
Pasaron los días y mi ensoñadora cabeza retenía ese recuerdo hasta que una noche de verano, cuando buena parte del vecindario acudía, al refrescar la jornada canicular, a la puerta de doña Micaela, arrastrando sus sillas de anea para mezclar las palabras con el olor dulzón de jazmines y azahares que flotaban en el aire, volvió a surgir la conversación. Doña Micaela, una mujer septuagenaria, casada con don Miguel, era la abuela del barrio. Repartía entre todos los niños de la calle Comedias el cariño y las chucherías que no pudo darle a sus hijos nonatos. Don Miguel era un hombre de presencia afable, sonrisa casi perpetua y cara de abuelito bonachón, con una paciencia a prueba de santos. Se había ganado la vida realizando infinidad de oficios y por sus manos casi mágicas, en su recogido taller, pasaban cuantos utensilios domésticos habían paralizado su funcionamiento mecánico. A los niños nos gustaba curiosear con la mirada entre sus cachivaches ya que sobre nosotros pesaba la prohibición tajante de tocar los objetos de aquel su santuario.
Se animaba la conversación en la noche estival cuando un ruido de caída de cacharros que provenía del obrador, sorprendió a todos y creó una atmósfera muda. Ante el silencio súbito y expectante, puestas las miradas en el interior del caserón desde donde llegó el estruendo, don Miguel comentó: "otra vez me están trasteando los martinicos en el taller". Hubo risas y carcajadas entre la veintena de personas congregadas de toda la callejuela en la puerta de doña Micaela, pero mi corazón palpitó más aprisa y mis orejas se levantaron enhiestas como las de una liebre. Fue entonces que el viejo artesano, a fin de acallar a los incrédulos, comenzó a narrar uno de sus fantásticos relatos mientras se me erizaba la piel: "No sé a que vienen esas risas. En mi taller son continuadas las correrías de los martinicos. Algunas noches de insomnio, cuando bajo a la oscuridad de mi cuarto de trabajo para fumarme un cigarrillo y vencer el tedio angustioso de una larga velada, he podido divisar la silueta escurridiza de algunos de estos hombrecitos. En ocasiones desaparecen partidas de clavos, pequeños tornillos y piezas mecánicas ligeras; del costurero de Micaela siempre faltan botones, alfileres, broches, agujas y hasta bobinas de hilo. En cierta ocasión tuve que desistir de la reparación de un antiguo reloj de esfera nacarada y números romanos, porque manecillas, volantes y tres ruedas dentadas se perdieron como alma que esconde el diablo", y dicho esto se santiguó.
Todos los vecinos escuchaban atentos sus explicaciones y yo, sin parpadear apenas, permanecía embobado, ansioso por conocer cualquier por menor de los duendecillos. Don Miguel prosiguió: "No es sencillo ver a uno de estos duendes, pues cuentan que tan sólo a los limpios de corazón y mente cándida les está permitido encontrarse con ellos. Hay quienes opinan que su tamaño es el de una pulgada de altura, mientras otros los suponen tan pequeños como una hormiga y que al salir de tabiques y cerramientos, donde habitan en colonias quincuágenas, alcanzan una corporeidad muchísimo mayor, llegando hasta la mitad de una cuarta. Los martinicos suelen salir por las rendijas de las citaras, los registros dejados en las mamposterías, por los recalzos de los cimientos y los dentellones de las bovedillas, incluso en algunas ocasiones lo hacen por los albañales. Mi abuelo me contaba que sólo salen en las noches porque son albinos y huyen de la luz".
Al llegar a este punto de la narración, don Miguel, interrumpió el relato para mojar con su labios irisados el papel de arroz del cigarrillo de tabaco de hebra que, mientras hablaba, había estado liando con sus manos escabrosas y gastadas, para proseguir una vez lo tuvo encendido con su mechero de yesca y hubo dado la primera chupada: "Los martinicos prefieren las construcciones añejas donde abundan los entabicados de cañaveras, las cubiertas de madera y así andar por los tornapuntas y los tirantes, y las medianerías de gran espesor a las que llegan desde los cimientos por los azunches que los conducen a las entrañas de la tierra donde custodian celosamente todas las pequeñas piezas de oro y plata que desaparecen de los hogares. Valiosos tesoros que algunos hombres buscan con vana fortuna".
A partir de aquella noche fueron reiteradas las visitas que efectué al taller de don Miguel, siempre con el deseo contenido de oírle hablar sobre los duendecillos de las paredes. Un atardecer a la salida del colegio que era cuando solía merodear en sus tareas, el abuelo Miguel me confesó un secreto que a nadie debería revelar. Durante varios años se entretuvo en construir lo que el denominaba trampa de duendes y que consistía en una especie de minúsculo laberinto de espejos que conducía hasta una cajita forrada de terciopelo en su interior, y que don Miguel había probado eficazmente entre ratones y cucarachas. Aquel invento me colmó de felicidad y de incertidumbre ante la idea de poder ver al fin uno de aquellos diminutos seres. Únicamente restaba el mecanismo automático de cierre para culminar la industria.
El ingenioso artilugio no fue concluido porque la muerte llamó al poco tiempo al bueno de don Miguel, pero de mis continuadas visitas pude conocer algunos de los hábitos más comunes que rodeaban a los martinicos y que a él le gustaba detallarme. Decía de estos duendes que tienen por costumbre atender a todos nuestros diálogos para luego reproducirlos a modo de parodias y chanzas de la condición humana, en mitad de sus fiestas, a las que son muy proclives. En opinión de unos, los más seniles alcanzan los tres siglos de existencia, aunque para otros es mucho más razonable que sean inmortales.
Los años de mi infancia pasaron como un suave céfiro y yo me hice un mozalbete entregado a los estudios de álgebra y lengua española, pero ciertas noches accedían a mí, como un eco brumoso perdido en la memoria, las palabras de don Miguel. La casualidad hizo que entablara amistad con don Salvador Huertas, párroco de la Iglesia Mayor de la Encarnación, hombre de pequeña estatura y conversación vivaraz, con quien trataba de las muchas dudas que mi mente estudiantil acumulaba. Cierto día, mientras debatíamos largamente sobre la cuestión de los anatemas, salió a relucir el asunto de los martinicos, al hilo de unos ruidos que provenían del retablo de la Esperanza y que eran, según don Salvador producidos por los martinicos que llegaban desde los contrafuertes de la calle Sacristía. Ante mi interés él me remitió a la existencia de un manuscrito anónimo, conservado en el archivo de la Iglesia Mayor y que fue utilizado por don Antonio Ramón Micas para la redacción de su Cuaderno de Apuntes de la Historia de Motril en 1796. Pedí permiso para bucear entre escritos y legajos y hallé aquel librito, sin cubiertas y amarillo, que con trabajosa lectura, dado su antiguo lenguaje, el grafismo curvado de sus caracteres y el deterioro encargado al paso del tiempo, intenté descifrar hasta descubrir un capítulo que mencionaba al Consejo de Ancianos de la ciudad y al alguacil don Fernando de Castilla, citando el mercado de los viernes donde se comerciaba con trigo, cebada, cañaduz y otros productos, así como un suceso que aconteció a un vecino que bajaba al mercado desde Pataura, fragmento que por lo interesante reproduzco aquí literalmente:
... en tiempo de los moros, en la villa de Motril,
hazia la parte de Pataura, huvo un honbre que iva e
venia a la dicha villa de Motril, por pescado, e açucar
e arroz e cañas duces e otras cosas. Ansy havia sienpre
de passar la alqueria de Pataura a que esto fue noche
de ynvierno, cuando acontecio gran ruido de tañidos de
ferro que ficieronlo entrar en gran temor que por caso
fueran salteadores o matadores o otros cualquier
trayçion, entro e vio hasta diez o doze honbrecitos...
Muchos testimonios orales recogí con el paso de los años y continúo haciéndolo, pero aquella prueba de la presencia histórica de mis pequeños amigos me con movió y me sigue impresionando a pesar de que estos tiempos actuales no sean los más apropiados para creer en duendes, ni las arquitecturas modernas convenientes para cobijarlos. Pero mi pareció que esta si era una buena ocasión para exponerlo relatado, en un intento de rescatar una de nuestras señas de identidad.
Discusión matrimonial
− Mira Pepe tú no sabes lo difícil que lo tengo para llegar a fin de mes con lo que tú me das − la mujer hizo una pausa −. Por todo, ya te digo, no sólo es por el dinero, es la casa que le hacen falta unos arreglillos − sollozó sincopadamente −. Y luego está lo de la niña que se ha empeñado en trabajar de camarera en un bar de noche, para volver a las tantas. Y tú que nunca me ayudas, te callas y dejas las cosas correr. Pero a mí se me fríe la sangre con cosas como esta, qué quieres que te diga.
La mujer sacó un pañuelo de papel del bolsillo y se apretó las aletas nasales para proseguir con su retahíla de lamentaciones.
− Y de tu hijo mayor qué me dices. Va a dejar los estudios porque primero está lo de estabilizar su relación de pareja. Desde que conoció a esa tiene el juicio en otra parte, no se da cuenta donde se mete.
Un tumultuoso silencio se acercó hasta el lugar donde estaba la mujer que se retiró unos metros. Puso cara de circunstancias, es decir, se apenó mientras pensaba «bueno mi Pepe ya tiene otro más con quien hacer amistad». Cuando el cortejo se marchó pasó el pañuelo de papel por la foto que había en la lápida.
− Tú siempre tan callado y dándome la razón como a las tontas − y se despidió.
El veneno de la salamanquesa
La salamanquesa torció su boca en un gesto depredador y sacó la lengua para lamer su hocico. Permaneció perpleja en una extensión de tiempo que le pareció infinita, sujetada como estaba en la ingravidez del techo. Como hipnotizada por el tedio de la atmósfera que respiraba, olvidada del resto del mundo e inerte durante horas y horas, meditaba la absurda naturaleza de su existencia, emparentada con los vestigios más lejanos de la vida, desabastecida de admiración y condenada a su repugnante condición de saurio. Y más allá del desafecto adquirido por su forma de ser, la inquietante soledad de su meditación cartilaginosa, aplastada y cenicienta.
«Mordedura de suerte y poquito de miseria. Conjuro de pata de cabra viuda y madrecita del alma que no me falte tu aliento, mientras me acuerde de todas las veces que me has socorrido. Troncho de col y agua de colonia, noviecita mía haremos un nidito de amor con poca cosa. Para adentro las lágrimas, para adentro, que no se note la copla triste, que la vida te empuje como miel sobre hojuelas, que te soporte tanto como tú a mí, y que, en silencio, volvamos a nacer de nuevo en nuestras cosas pequeñas y en las horribles muestras de sinceridad. Que tu sonrisa me lave por la mañana y que tú, virgencita, me compongas el ánimo al ir a trabajar. Que no me faltes nunca, nunca, que no me faltes, con tu carita de ángel recién lavada y tu acento de azucena».
Miró hacia atrás y no vio nada, sólo un dolor agudo, como de aguja ahilada que traspasara su nuca, un dolor crónico de paso de tiempo reumático. Agachó la cabeza y entendió de repente, como si hubiera adivinado en la superficie de un charco formado en el suelo, los días huidos cuando era una niña. Aquella decisión de vivencias pretéritas la trasmutó en otra persona y desde entonces, comprendió, que cada escalón había sido una miseria más. Una tristeza más en su hondo pesar. Recordó aquel sueño que le contó su madre, cuando mandó, al fantasma aparecido de su padre, "a arrancar esparto" que era como decirle "vete al infierno y que Dios no te haya perdonado por todo lo que nos has hecho pasar".
− ¡Mata al bicho!− y el primer escobazo sonó zas contra la pared encalada. La salamanquesa zigzagueó con movimientos eléctricos por el dédalo del destino nuevo e imprevisto y adivinó una grieta oscura y clandestina para zafarse de sus agresivos perseguidores, hundiéndose en la frontera de la luz y desapareciendo como para sus adentros.
− Has fallado − farfulló irritada la niña.
− Ha sido por tu culpa − replicó el desatinado cazador excusando su ineptitud pueril que con los años sería una cualidad de su persona.
− Otra vez lo hago yo, torpe − Le reprochó Anabella, con ese enojo de muñequita linda y rubia que aparentaba, mientras los rizos le colgaban por el cuello. La puesta en duda de su puntería y el calificativo hiriente, provocaron en Lucio una animosidad de gallito impúber, mientras su redonda y mofletuda cara enrojecía y se hinchaba, y con actitud amenazante de escoba, le espetó un a que te doy. Terció, en ese momento crispado de la discusión, un timbrazo seco y largo, cuyo eco arrastró el ring por el corredor de la casa hasta donde beligeraban los niños extinguidores de animales, su sonido fue como la convocatoria de una diana. Una disputada carrera de codazos y empellones, descolocando muebles, precedió a un papá unísono, antes de alcanzar la puerta de la casa para descorrer el pestillo.
La figura alta, de oscura delgadez, enmarcada en un uniforme azul militar, presentó a un hombre treintañero en el umbral de la puerta. Los polluelos se abalanzaron sobre él para besuquearlo y el hombre se encorvó para abrazar a la pareja de niños, mientras esbozaba una leve sonrisa cariacontecida. Le brillaban con tenuidad las estrellas sujetas a sus hombreras rojas, mientras con actitud protectora interrogaba a sus hijos sobre qué hacían antes de su llegada. Caminaron los tres por un corredor laminado de maderas nobles, entre objetos dorados, cristales bruñidos y muebles de presencia barroca y mal gusto.
Los tres se sentaron a charlar sobre las próximas vacaciones. Germán mantenía sus brazos estirados sobre los hombros de sus hijos, en una muestra de ternura paternal que descargaba todo su traumatismo militar, gangrenado en las horas de trabajo y en los ratos oscuros de vacía soledad. Lucio se obstinaba en meterse un dedo en la nariz sin ser visto y Anabella se arrebujaba cariñosamente contra su padre.
− Alquilaremos una cabaña en la sierra y daremos grandes paseos − decretó Germán con voz solemne-. Después iremos a visitar a los abuelos.
− Pero yo quiero ir al parque de atracciones y entrar en la bóveda del terror − rezumó caprichosa Anabella.
Lucio que no se inquietaba por los pronósticos vacacionales imaginaba la cantidad de salamanquesas y lagartijas, a las que el emparentaba con la misma familia de los gecónidos, que podría cazar en el bosque, pero también pensó que quizás en el mar hubiera otras especies acuáticas más llamativas y se le ocurrió decir:
− También podríamos ir al mar y visitar a mamá.
La última sílaba 'ma' resonó en varios ecos dentro de la habitación. Anabella estuvo a punto de gritar imbécil pero el gesto adusto de su padre que se incorporaba la frenó.
− Te he dicho muchas veces Lucio − pronunció con empaque y solemnidad Germán − que tu madre no tiene una vida normal y que lo mejor es dejarla que viva a su aire. Podría estar aquí si ella quisiera... − Y las últimas palabras ya sólo sonaron en su pensamiento: «pero es un mal bicho y tiene que morirse aplastada».
Rosario levantó la cabeza para mirar el televisor por encima de la luz concentrada de su lamparilla, en un reflejo brusco, buscando la referencia de la pantalla iluminada. «¡Qué guapo es!», pensó entristecida chupando el aire para adentro, mientras distraía su concentrada atención del desgarrón de la camisa que zurcía. Las siguientes imágenes le llevaron hasta la interrogante metafísica de dónde se acumulaba más la celulitis, ¿en las nalgas? ¿en el pompis? ¿en las caderas? "Este verano pasa de celulitis. Lea la revista Sex Virgen y denúdese al sol que más calienta". Desconectó su atención de las secuencias y obligó a sus manos a continuar la tarea de pasar la aguja enhebrada por el tejido roto.
Sobre el aparador fotos antiguas devolvían su imagen más joven, más enigmática, más alegre. Rostros que se mostraban en diferentes tiempos, adultos y niños en decorados distintos, casi ensoñecidos por la humedad del tiempo. Todo enmarcado bajo el signo de lo irreconciliable, de lo que fue y no volverá a ser. Penosa y solitaria, distraía las horas ocupada en quehaceres para los que no había una insumisión doméstica de cacerolas, acostumbrada a sobrevivir en los médanos de la dificultad. Rosario era una mujer de grandes ojos fijos que hablaban desde su profundidad oscura, pelo castaño que se tornaba moreno al atardecer, deshacedora de entuertos y abogada de los sentimientos que por poderle a veces se la comían.
Recluida en su rincón del mundo se sentía útil a los demás que la comprendían benefactora pero de rara presencia, rehecha de aquella amputación dolida de su dos hijos. − Nada pude hacer contra aquella sentencia injusta − se lamentaba Rosario −, todo fue preparado para que el magistrado dijera su veredicto a favor de mi marido. Gemir en silencio fue lo que hice, después de envenenar a los niños con artimañas. En privado Luis me pidió que volviera con él, que retiraría todo lo dicho. Y volver a qué, a ser su fregantina, la señora de un militar domeñado por una madre que mandaba en su apocado hijo como si fuera un general.
Liliana y Miguel mantenían presta la atención, como en confesión, en el relato de Rosario. − Me acusó de ser una puta, de tener varios padres para mis hijos, como si fuera una cualquiera que recorriera las esquinas de las calles en busca de hombres y el juez le creyó, le creyó porque era su causa de hombre, pero no era verdad. Me dijo que era como una salamanquesa que escupía veneno.
− Pero las salamanquesas no escupen veneno, eso son sólo supersticiones populares que no tienen fundamento alguno − replicó Miguel −, además de que su efecto en los hogares es beneficioso, ya que limpian de insectos la casa −. Luego permanecieron mudos los tres durante unos largos instantes. Rosario buscaba la complacencia de la pareja y continuó hablando con la vista medio nublada y sumergida en los recuerdos, esos mismos recuerdos que a veces la devoraban poco a poco.
«Hola Anabella, soy mamá...Cómo van tus clases de danza... ¿Sí?...Yo estoy bien, guapita. He encontrado un trabajo y vivo en una casita frente al mar. Esto es bonito. Si vienes con tu hermano en vacaciones podréis bañaros en la playa, ¿Qué tal tiempo hace ahí?… ¿Frío?… Aquí tenemos un poquito de calor... Que este verano vais con vuestro padre a la montaña... ¿No podréis venir?... ¿Y tu hermano?... Dile que se ponga... ¿Cómo estás Lucio?... Discutes con Anabella... Pero tú sabes que eso no es cierto... ¿Y tus clases de kárate?... No, no eso no es verdad, son las cosas de papá. No tengo ningún novio... Adiós... Cuidaros mucho... Os quiero... pi-pi-pi-pi».
− Mis hijos ya no son mis hijos − les sentenció a Liliana y Miguel −, él se ha encargado de hacerles creer todas las mentiras que inventó para arrebatármelos. Soy para ellos un ser despreciable y monstruoso que los emponzoña si los toca y mi cariño no deja de ser inofensivo. Cada vez que los busco los traslada de un lugar a otro para evitar que los encuentre. Pero sé que me quieren, sobre todo Lucio, mi pequeño desvalido, él me sigue adorando. Anabella en cambio cada vez pertenece más a ellos, a su padre y sobre todo a su abuela que la adoctrina en esos terribles modales para convertirla en una señoritinga. Hace como si los hubiera abandonado pero yo aún los encierro en mi corazón.
«Ay ánimas del purgatorio que no me falten las fuerzas, que mañana despierte cuando el sol me salude, que vele el sueño de mis pequeñines. Todo el día en la cocina con la sal y el perejil, con el almirez y el alioli. Santa Rita bendita, patrona de los imposibles dame fuerzas para seguir que no se me quiebre este aliento. Y san Antonio, cara de rosa, cásame a mi hija que tengo moza. Tocino de cielo y arroz con leche que le gusta a mi niño, niñito bueno. Flan con natillas y virgencita del Perpetuo Socorro alíviame esta tristeza».
Lanzó un suspiro acuoso como de glu la salamanquesa mientras, con sus dos ojillos fijos como cabezas negras de alfileres, observaba la película de gelatina traslúcida que cubría su par de huevecillos y pensó aliviada en la gestación tranquila e inocente de sus saurios nonatos. Comenzaron a crispársele las escamas tuberosas con un chasquido de crisp-crisp que le desasosegaba hasta el punto de hacerla salir de su receptáculo, para mirar el mundo inverso de las cosas absurdas, sórdidas. Abandonó la oquedad y con el plof-plof silente de sus ventosas al sujetarse en la superficie lisa, fue a establecerse sobre el ángulo de la habitación oblonga de realidades aplastadas y quedó inmóvil, petrificada frente a la vórtice velocidad de los seres cambiantes.
Dominical
Me he preparado un café cargado y me he sentado en el sofá para desayunar tranquila mientras veo la tele. De repente un anuncio me ha hecho sentirme mal. Una chica, que podría tener mi edad aunque mejor cuidada porque debe ser modelo, ha hecho igual que yo delante del espejo y tras mirarse durante unos segundos ha aparecido un rótulo que decía: “Mientras unos se miran al espejo, 40 millones se mueren de hambre”. Manos Unidas.
Me he sentido mal. He agachado la cabeza y he comenzado a leer en una revista. La reina de Jordania “debe hacer hueco en su apretada agenda para coger el jet y visitar Nueva York, Roma y París. Allí la esperan con expectación los directores de las marcas más exclusivas, que se disputan el honor de contribuir a su fondo de armario: Ralph Lauren”.
Me he sentido peor.
El ángel de la guarda
Mi labor consiste en ver sin tocar, oír sin hablar, guardar sin proteger, predecir sin avisar, soportar sin sufrir; percibir los sentimientos sin sentir.
Estoy cuando despierta el día del que va a trabajar, junto al suicida en el momento antes de colgarse en el vacío, al lado del niño que gime tras dieciséis horas de trabajo, cuando grita la parturienta, en el paroxismo de dos cuerpos amándose, en la oscuridad del insomne, cerca del viejo solitario que se arropa con recuerdos, atento a quien ríe despreocupado y en el miedo infantil por el distanciamiento maternal.
Oigo los pensamientos del asesino antes de matar, miro cómo oculta el ‘dinero negro’ el mafioso, me acerco al presidente de una nación cuando piensa su poder y al magnate cuando se siente todopoderoso.
Escucho el golpe sordo de un cuerpo cuando cae al suelo desde un andamio, la agonía del enfermo, el pensamiento de aquel que llaman loco, la bofetada en la cara a una mujer, el dolor de un amante abandonado y la amargura de la violada.
Sé del absurdo deambular del toxicómano, del fanatismo del terrorista, de la impotencia del parapléjico tras un accidente y del dolor de la misma muerte. También estoy al corriente de la emoción del enamorado y del que se sabe alegre.
Y nada puedo hacer si no pasar como un ángel.
La guerra que viene
Cuando era pequeño siempre tiró a dar y siempre fue con los malos. Pero aquel sueño le convirtió en pacifista de la noche al día. El fantasma de Eduardo, un niño que se ahogó en la acequia, vino una noche y le contó: la guerra del futuro será la más terrible de las guerras. Maléfica porque el efecto destructor de las guerras siempre ha superado, al menos en un ápice, a la anterior. En un pacto de cordura las guerras deberían hacerse con gomero -como las practicábamos nosotros-, pues siempre queda un poso bélico en el espíritu humano que de alguna manera hay que sublimar. No es menos cierto que la mejor guerra es ninguna, pero ese 'ninguna' parece conducir a 'cuando no quede nadie'. Probable aseveración para los que han calculado repetidas veces que la tercera de las guerras mundiales llegará, que será la más limpia porque en lo tocante a matar, la muerte vendrá de la mano de unos átomos respetuosos con el patrimonio histórico pero letales para la frágil vida. Por otra parte no es menos cierto que dos no se pelean si uno de ellos no quiere, pero como siempre habrá alguien azuzando y metiendo baza para sus intereses, la guerra llegará. Por tanto la última de las guerras será de risa, aunque muy seria, ya que después de todo lo peor no es perder, si no observar la cara que le queda al perdedor. Y esa es la esencia de la estrategia: la humillación. En esa guerra no habrá más fiambres -los muertos dan mala reputación en las noticias del día-, porque a lo sumo se morirán de vergüenza, nunca de un balazo letal y traicionero que lo ponga todo perdido de sangre: bastará que se mueran de bochorno. Los avances tecnológicos dotarán a unos pequeños cohetes de una inteligencia propia tal, que éstos buscarán el cañón del arma enemiga hasta inutilizarla, enviando al combatiente enemigo al paro. Mediante rayos láser se narcotizará a los soldados contrarios incidiendo en su sistema simpático, lo que les provocará tal entusiasmo que saltarán locos de alegría y desertarán en pos de la fiesta. Generadores de ultrasonidos provocarán en los batallones enemigos incontenibles diarreas o lanzadores de materia viscosa con cualidades de mucosidad atraparán a los soldados en una bola pegajosa imposible de zafarse. No faltarán tampoco las armas sicológicas con mensajes personalizados para cada combatiente, donde públicamente se airearán cuáles son los defectos, vicios y secretas ruindades de cada soldado que serán conocidas vox populi. Al despertarse notó cierto alivio: había comenzado la guerra que viene.
8
Carmelo aparece como un fantasma, casi nunca está en el piso y pocas noches juega. El resto, Juan, el Guti, Antonio, Paco, Pepe, cierran el círculo, y ríen y ríen aislados del mundo. Juan fuma hundido en su sillón y habla impostando la voz para decir este Mentiroso lo gano yo. Antonio se sonríe mientras ojea una revista y refiere que este tío la tiene más grande que tú, apuntando con la vista hacia Pepe que mordisquea su bocadillo. Carmelo mete prisa porque quiere acostarse temprano aunque sean las cuatro de la madrugada. Paco vuelca el cubilete sobre la mesa y vuelve a decir ¡Doble pareja de ases-damas! Están pegados a la realidad, como una estampilla a un álbum de cromos.
Y pensar en decir pocas cosas pero con acierto, lo de siempre, vamos, el llanto y la risa, un proceso idílico de narración infinita, la intersección de diferentes planos que coinciden en un punto único, los cuentos cotidianos del día a día. Y partiendo de todas esas cuestiones que ocurren en mi cuento, de todos los cuentos que se dan en el cuento, yo soy el cuento.