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Llega Pepe y son cinco a la mesa. Trae el frío de la calle tras de sí y un chorro de aire glacial inunda la habitación. Pepe investiga, ausculta el cuarto, se siente ufano y deja entrever que ni le van mal los asuntos con su novia, porque últimamente pasa algunas noches con ella. Se mete en su dormitorio y vuelve comiendo un bocadillo de chorizo o longaniza, de embutidos los que suele traer cuando baja al pueblo, y ya no dejará de roer hasta la hora de acostarse. La noche es invariable para el quinteto mientras fuera crece el silencio y el ronroneo de la ciudad se hace un mustio ronquido. Pasan las horas jugando al Mentiroso y también pasa la vida de puntillas.

Carmelo aparece como un fantasma, casi nunca está en el piso y pocas noches juega. El resto, Juan, el Guti, Antonio, Paco, Pepe, cierran el círculo, y ríen y ríen aislados del mundo. Juan fuma hundido en su sillón y habla impostando la voz para decir este Mentiroso lo gano yo. Antonio se sonríe mientras ojea una revista y refiere que este tío la tiene más grande que tú, apuntando con la vista hacia Pepe que mordisquea su bocadillo. Carmelo mete prisa porque quiere acostarse temprano aunque sean las cuatro de la madrugada. Paco vuelca el cubilete sobre la mesa y vuelve a decir ¡Doble pareja de ases-damas! Están pegados a la realidad, como una estampilla a un álbum de cromos.
Y pensar en decir pocas cosas pero con acierto, lo de siempre, vamos, el llanto y la risa, un proceso idílico de narración infinita, la intersección de diferentes planos que coinciden en un punto único, los cuentos cotidianos del día a día. Y partiendo de todas esas cuestiones que ocurren en mi cuento, de todos los cuentos que se dan en el cuento, yo soy el cuento.

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