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Él era un hombre meticuloso y racional, concreto en sus ambiciones personales, que llevaba desde los dieciocho años fabricando cintas de máquinas de escribir, papeles de calco y últimamente cartuchos para impresoras de ordenador, desde que entró como aprendiz a fundir cera, para mezclarla con aceite, glicerina y tinta, entre molinos, tolvas y rodillos calientes, impregnada su piel con el color de las sustancias más volátiles. Más de veinte años volcando pigmentos, negro, rojo, magenta para colorear la pasta, un trabajador recto que siempre daba todo por la empresa y que desde la dirección se había comprendido su recto proceder y por eso sus veintidós años de dedicación a esta tarea le habían granjeado la estima y el aprecio de los mandamases, si no cómo explicar cuántas veces había llamado a la puerta del director de la fábrica para hablarle cara y siempre fue recibido, cuántas veces no había salido sonriente de ese despacho ante la mirada de admiración y de envidia de sus compañeros. Aficionado a la lectura se entusiasmaba con los libros de ciencias y las enciclopedias, devoraba los textos mientras su familia consumía televisión, formándose una idea concreta del mundo que lo rodeaba, un universo euclidiano donde por un punto sólo podía pasar una recta paralela a otra, aunque recordaba haber leído algo sobre la geometría de Lobatschewski que postulaba un mundo parecido a una pecera, donde los habitantes aumentaban de tamaño al acercarse a la superficie, algo insostenible para él que sólo concebía aquello que era palpable y desdeñaba cuantos fenómenos no tuvieran una explicación desarrollada en la experiencia, descartando todas esas fantasías imaginables que con tanta avidez acogían las gentes. A pesar de ello las casualidades de los últimos días le habían hecho indagar dentro de su mente, buscando en algún cajón de su pensamiento donde pudiera encontrar una respuesta adecuada al cúmulo de desórdenes que se sucedían en una realidad que para él se manifestaba en armonía consigo misma.

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