Cuentos de cada día

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El sol había descendido hasta los altozanos del oeste y era la hora más fresca para la contienda. Millares de saetas caían del cielo y sembraban los corazones de los soldados, mientras los arcos se doblaban entre gritos y chillidos que los guerreros lanzaban para concentrar su puntería en un disparo certero que deslumbrara de muerte al enemigo. Décimo Valerio Caleno cabalgaba desconcertado ante la iracundia que aquellos bárbaros ponían en la disputa, sudoroso su rostro chorreándole sobre el peto que reverberaba la luz crepuscular.

Más de tres meses hace que partimos de Roma una mañana gélida y lluviosa. Desafiantes desfilamos diez legiones atravesando la Vía Flaminia hacia las Galias. Desde entonces me acompaña este maldito resfriado y el recuerdo de Lucilia. Mamá, con su actitud de matrona, se despidió tratándome como un niño, recordándome que me arropara por las noches, no descuidara las comidas y tomara la infusión diaria de yerbas. Papá Cornelio desde su áspera voz de tribuno me alentó para llegar lejos y ser orgullo del Imperio (Ave Augusto! Y que un día, a mi vuelta, me esperaría con los brazos abiertos, rendida ante mí la muchedumbre, en honor de héroes. Y Lucilia que, entre lágrimas invisibles, fue a decirme adiós con sus labios rojos. El tiempo desde que fue llegando el verano, sin embargo, ha mejorado bastante pero este catarro del infierno no me ha abandonado un solo instante. Cuando volvamos a Roma, y falta poco, tomaré unos baños de vapor que tanto bien me hacen.

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