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Tampoco prestó atención al hecho de que su reloj analógico, que lucía orgulloso porque marcaba la hora en números romanos y no en dígitos, comenzó a demorarse cada tarde cinco minutos a las cinco en punto, aunque sí consideró la necesidad de acercarlo a un mecánico relojero que, previa apertura de tripas, colocara un nueva pila de litio, no tanto por la importancia de la puntualidad y la exactitud del tiempo que para él siempre habían significado un ataque contra los principios de la buena salud, sino porque en su muñeca luciría menos un segundero paralítico que no diera esos pasitos rítmicos que completaban una circunferencia como en un ballet. Por otra parte esa anomalía la encontraba ventajosa porque le supondría ahorrar cinco minutos diarios que, guardados para su vejez, le proporcionarían unas largas vacaciones. Marta, su mujer, siempre le reprochaba con ese acento tan propio que tienen las reprobaciones de las mujeres, más aún si son de la propia esposa, su falta de puntualidad cuando regresaba a deshoras a casa o se retrasaba en una cita y le recordaba la anécdota del reloj de bolsillo que le regaló, cuando él creyó que la cadena de donde colgaba era una herramienta para ahorcar el tiempo y que esas ocurrencias suyas solían exasperarla tanto y entonces discutían, pero que en el fondo estaban de acuerdo en lo esencial y eso era lo importante, y todos los años compartidos que ya iban para doce los habían acercado cada vez más. La experiencia de los años vividos le había demostrado el valor ridículo de las comprobaciones horarias y las medidas cronológicas, como cuando desde el gobierno se ordenaba, en aras de la economía, hacer elásticos los horarios de trabajo y retrasar o adelantar los relojes un par de horas para ganar en producción y en ahorro de energía. Entonces surgían todas las dudas en su cabeza y comenzaba un rosario de interrogaciones metafísicas que no llegaban a ningún lado pero que a él le producían una gran desazón, si no entonces dónde iban a parar esas horas, quién las guardaba o quién las destruía para que no tuvieran una consistencia sólida como las demás horas y días de la semana o qué pasaba con los picos horarios de los años que no cuadraban ni cuando eran bisiestos porque sobraba siempre algunos minutos en los números decimales y que en definitiva le demostraban que esa naturaleza del tiempo no era más que una tomadura de pelo y de las gordas. Un engaño prodigioso para utilizar las vidas humanas en usufructo y tomar de ellas su máximo provecho sin lugar a ninguna protesta.