Consuelo



Me la encuentro pasado un tiempo tras el accidente de tráfico que acabó con la vida de su joven hijo. Nos saludamos con la mirada porque hay momentos donde sobran las palabras.
−Una pierde a los seres queridos pero no debe perder lo que sentía hacia ellos −me confiesa casi con lágrimas en los ojos−. Cada mañana hago cosas que sé que a él le gustaba verme hacer, no sé algo como sonreír, cocinar, dar largos paseos…
Después hay un silencio.
…−Mi corazón ahora es un vaso de agua y su recuerdo como una bolsita de té que mojó para que me impregne de su presencia.

El traidor

Me encuentro a un conocido en la cola del supermercado. Nos saludamos. Le preguntó cómo le va y qué hace. Me responde: «ya ves, aquí de traidor». ¿Cómo dices?, le digo sorprendido. «Sí, de traidor. Tráeme esto, tráeme aquello, tráeme lo otro», me dice. Y no tengo más remedio que despedirme con una sonrisa.

El filo de la cama


Las personas que tienen por costumbre dormir solas no saben el tesoro que poseen. En su descargo argumentan que, en esa práctica, echan de menos al alguien a quien poder abrazar las largas noches de inverno, un otro con quien charlar las cortas y calurosas noches de verano. Quieren, en definitiva, compartir los pensamientos del día y los sueños de una vida mejor y no estar solos en ese viaje que es el sueño nocturno.
Está claro que hablan desde la inexperiencia sobre un hecho que resulta trascendente en la vida marital. La cama, una vez decides compartirla, se convierte en un mapamundi geopolítico y estratégico. Para empezar debes elegir una parte de ella que será como si te condenaran a cadena perpetua, porque ya nunca podrás regresar al otro lado. Para seguir tendrás que ser de izquierdas o de derechas (en la cama), porque no hay punto intermedio. Podrás mirar la otra mesilla de noche, pero ya no te pertenecerá y hasta la lamparilla con nostalgia, pero ese interruptor no lo tocarás jamás de no ser que se rompa y tengas que acudir, no como usuario, sino como chapuzas doméstico. Es como si vivieras en España y te acordaras de China.

Una vez te acomodas en la mitad del uso del colchón, lo peor está por llegar al sucederse una serie de litigios y calamidades que nunca habías previsto. El primero es el uso y abuso de la almohada que puede derivar en una tortícolis crónica o síndrome del pescuezo torcido, al que le esperan mañanas de masaje y Reflex. El segundo los avatares es la llamada batalla por las sábanas, una guerra de tirones en la medio consciencia del sueño que, las más de las veces, acaba en trágica destapada, por no mencionar el tinglado que produce cuando a las sábanas añades la ropa de invierno (colcha, cobertor, edredón, etcétera), o cuando notas que tus pies están fríos y tu cabeza caliente. El tercero es cuando el enemigo avanza hasta sitiarte al mismo filo del precipicio (hay quien llega a caer al vacío). Entonces recuerdas con nostalgia como tu cama te recordaba a las grandes praderas donde solías retozar largas horas, buenos sueños.

EL CHIVATO


Pepico fue un niño gestado en la guerra que nació, como muchos de aquella época, con el hambre atrasada. Al crecer tuvo empleo de niño de posguerra y trabajó en la vega como muchos zagales. Recogía turrillos y zocas y sacaba el tarquín de las acequias. Por supuesto, fue empleado muchas veces como recadero y enviado, junto al burro Chocolate, a llevar la comida a su abuelo.
A menudo el hambre licenciosa le impulsaba a deshacer hatillo de la comida y un día probaba la salamandroña, otro chupaba las morcillas y un tercero cataba el puchero de coles. En cierta ocasión el abuelo, con bondad, le reprochó lo que hacía y le dijo que compartiría su comida pero que no destapara más el almuerzo en mitad del camino para catarlo.
Pepico, ofendido por haber sido descubierto, inquirió al abuelo quién le había contado lo que él hacía. Ante la inocente pregunta infantil el abuelo acusó al burro de ser su confidente. Pepico agachó la cabeza, cogió la cuerda y tiró de Chocolate hasta perderse en un vericueto de la vega. Allí miró de frente al animal enfurecido y, mordiéndole una oreja, le espetó: «esto es para que no te chivates más».

LOS MARTINICOS


En memoria de mi mamica Carmen


Voy a contar una historia de cuando la luna se chupaba a los niños con un canutero en las noches de plenilunio y teníamos que andar por las calles debajo de los aleros y cornisas de las casas, por el angosto corredor que formaban las sombras angulosas de las limatesas, temerosos a ser absorbidos hasta un paraje lunar de donde, nos decían, jamás se torna. Eran tiempos con viviendas deshabitadas que hospedaban espantos y que a los niños nos gustaba distinguir marcando cruces de tiza en sus puertas, y en las noches, al tañido de las doce campanadas, las ánimas benditas recorrían, en procesión espectral, el Camino del Cementerio hasta el camposanto y pobre del mortal que se topara con ellas pues lo arrastrarían hasta su morada. También era común entonces que en los hogares se alojara algún tipo de duende que unas veces resultaban ser un huésped maleducado o travieso, otras benefactor o simpático y, en ocasiones, lo había charlatán o martirizador, según la especie a la que perteneciera. Aunque de los muchos relatos que yo escuché, los más comunes y domésticos eran unos llamados martinicos.

Las largas noches de invierno, guardados al rescoldo del brasero de la mesa-camilla, cuando las personas mayores concurrían en derredor de su calor con amigable charla, eran las más socorridas para alimentar nuestras pueriles y ensoñadoras mentes. Fue en una de esas veladas ventosas y frías de febrero cuando tuve la primera noción de la existencia de los martinicos. Decaía la conversación en tópicas referencias de hechos cotidianos y algunos de los contertulios habían abandonado camino del lecho, cuando unos repentinos golpes, distantes y casi irreales, que provenían del interior de la pared que sostenía el reloj de cu-cú, me estremecieron. Como la tertulia había sido pródiga en narraciones sobre espectros y fantasmas, mis ojos temerosos buscaron una complicidad sosegadora que diera explicación a los ruidos. Advirtieron pronto mi temor infantil porque mi abuela sentenció, como si nada, "son los martinicos".

Pregunté entonces, aún más angustiado: "¿Los martinicos? ¿Quiénes son esos martinicos?". Mi madre, toda candor, me explicó con la voz dulce y las palabras blandas que las madres tienen para sus hijos, que se trataba de unos duendecillos que vivían en las paredes de las casas, rara vez avistados por persona humana y que al anochecer golpeaban con sus martillos en el seno de los muros. No debió serenarme lo suficiente su respuesta ya que se apresuró a decir que no me preocupara, porque aquellos seres misteriosos no hacían mal a nadie. Aquella noche mi inquietud me hizo dormir mal y me fui a la cama con el alma en vilo. Ni que decir tiene que recé con más fervor que nunca el "cuatro esquinas tiene mi cama, cuatro angelitos me la guardan...", con el anhelo de que aquel cuarteto celestial hiciera la más férrea de las custodias sobre mis inocentes sueños. A pesar de ello me sumergí en un duermevela con la imagen de una descomunal factoría, donde interminables escaleras en miniatura se confundían en un dédalo de direcciones arriba y abajo y una miriada de hombrecitos, provistos de diminutos martillos, picaba incansables hasta el amanecer las paredes de la casa.



Pasaron los días y mi ensoñadora cabeza retenía ese recuerdo hasta que una noche de verano, cuando buena parte del vecindario acudía, al refrescar la jornada canicular, a la puerta de doña Micaela, arrastrando sus sillas de anea para mezclar las palabras con el olor dulzón de jazmines y azahares que flotaban en el aire, volvió a surgir la conversación. Doña Micaela, una mujer septuagenaria, casada con don Miguel, era la abuela del barrio. Repartía entre todos los niños de la calle Comedias el cariño y las chucherías que no pudo darle a sus hijos nonatos. Don Miguel era un hombre de presencia afable, sonrisa casi perpetua y cara de abuelito bonachón, con una paciencia a prueba de santos. Se había ganado la vida realizando infinidad de oficios y por sus manos casi mágicas, en su recogido taller, pasaban cuantos utensilios domésticos habían paralizado su funcionamiento mecánico. A los niños nos gustaba curiosear con la mirada entre sus cachivaches ya que sobre nosotros pesaba la prohibición tajante de tocar los objetos de aquel su santuario.

Se animaba la conversación en la noche estival cuando un ruido de caída de cacharros que provenía del obrador, sorprendió a todos y creó una atmósfera muda. Ante el silencio súbito y expectante, puestas las miradas en el interior del caserón desde donde llegó el estruendo, don Miguel comentó: "otra vez me están trasteando los martinicos en el taller". Hubo risas y carcajadas entre la veintena de personas congregadas de toda la callejuela en la puerta de doña Micaela, pero mi corazón palpitó más aprisa y mis orejas se levantaron enhiestas como las de una liebre. Fue entonces que el viejo artesano, a fin de acallar a los incrédulos, comenzó a narrar uno de sus fantásticos relatos mientras se me erizaba la piel: "No sé a que vienen esas risas. En mi taller son continuadas las correrías de los martinicos. Algunas noches de insomnio, cuando bajo a la oscuridad de mi cuarto de trabajo para fumarme un cigarrillo y vencer el tedio angustioso de una larga velada, he podido divisar la silueta escurridiza de algunos de estos hombrecitos. En ocasiones desaparecen partidas de clavos, pequeños tornillos y piezas mecánicas ligeras; del costurero de Micaela siempre faltan botones, alfileres, broches, agujas y hasta bobinas de hilo. En cierta ocasión tuve que desistir de la reparación de un antiguo reloj de esfera nacarada y números romanos, porque manecillas, volantes y tres ruedas dentadas se perdieron como alma que esconde el diablo", y dicho esto se santiguó.

Todos los vecinos escuchaban atentos sus explicaciones y yo, sin parpadear apenas, permanecía embobado, ansioso por conocer cualquier por menor de los duendecillos. Don Miguel prosiguió: "No es sencillo ver a uno de estos duendes, pues cuentan que tan sólo a los limpios de corazón y mente cándida les está permitido encontrarse con ellos. Hay quienes opinan que su tamaño es el de una pulgada de altura, mientras otros los suponen tan pequeños como una hormiga y que al salir de tabiques y cerramientos, donde habitan en colonias quincuágenas, alcanzan una corporeidad muchísimo mayor, llegando hasta la mitad de una cuarta. Los martinicos suelen salir por las rendijas de las citaras, los registros dejados en las mamposterías, por los recalzos de los cimientos y los dentellones de las bovedillas, incluso en algunas ocasiones lo hacen por los albañales. Mi abuelo me contaba que sólo salen en las noches porque son albinos y huyen de la luz".

Al llegar a este punto de la narración, don Miguel, interrumpió el relato para mojar con su labios irisados el papel de arroz del cigarrillo de tabaco de hebra que, mientras hablaba, había estado liando con sus manos escabrosas y gastadas, para proseguir una vez lo tuvo encendido con su mechero de yesca y hubo dado la primera chupada: "Los martinicos prefieren las construcciones añejas donde abundan los entabicados de cañaveras, las cubiertas de madera y así andar por los tornapuntas y los tirantes, y las medianerías de gran espesor a las que llegan desde los cimientos por los azunches que los conducen a las entrañas de la tierra donde custodian celosamente todas las pequeñas piezas de oro y plata que desaparecen de los hogares. Valiosos tesoros que algunos hombres buscan con vana fortuna".


A partir de aquella noche fueron reiteradas las visitas que efectué al taller de don Miguel, siempre con el deseo contenido de oírle hablar sobre los duendecillos de las paredes. Un atardecer a la salida del colegio que era cuando solía merodear en sus tareas, el abuelo Miguel me confesó un secreto que a nadie debería revelar. Durante varios años se entretuvo en construir lo que el denominaba trampa de duendes y que consistía en una especie de minúsculo laberinto de espejos que conducía hasta una cajita forrada de terciopelo en su interior, y que don Miguel había probado eficazmente entre ratones y cucarachas. Aquel invento me colmó de felicidad y de incertidumbre ante la idea de poder ver al fin uno de aquellos diminutos seres. Únicamente restaba el mecanismo automático de cierre para culminar la industria.

El ingenioso artilugio no fue concluido porque la muerte llamó al poco tiempo al bueno de don Miguel, pero de mis continuadas visitas pude conocer algunos de los hábitos más comunes que rodeaban a los martinicos y que a él le gustaba detallarme. Decía de estos duendes que tienen por costumbre atender a todos nuestros diálogos para luego reproducirlos a modo de parodias y chanzas de la condición humana, en mitad de sus fiestas, a las que son muy proclives. En opinión de unos, los más seniles alcanzan los tres siglos de existencia, aunque para otros es mucho más razonable que sean inmortales.

Los años de mi infancia pasaron como un suave céfiro y yo me hice un mozalbete entregado a los estudios de álgebra y lengua española, pero ciertas noches accedían a mí, como un eco brumoso perdido en la memoria, las palabras de don Miguel. La casualidad hizo que entablara amistad con don Salvador Huertas, párroco de la Iglesia Mayor de la Encarnación, hombre de pequeña estatura y conversación vivaraz, con quien trataba de las muchas dudas que mi mente estudiantil acumulaba. Cierto día, mientras debatíamos largamente sobre la cuestión de los anatemas, salió a relucir el asunto de los martinicos, al hilo de unos ruidos que provenían del retablo de la Esperanza y que eran, según don Salvador producidos por los martinicos que llegaban desde los contrafuertes de la calle Sacristía. Ante mi interés él me remitió a la existencia de un manuscrito anónimo, conservado en el archivo de la Iglesia Mayor y que fue utilizado por don Antonio Ramón Micas para la redacción de su Cuaderno de Apuntes de la Historia de Motril en 1796. Pedí permiso para bucear entre escritos y legajos y hallé aquel librito, sin cubiertas y amarillo, que con trabajosa lectura, dado su antiguo lenguaje, el grafismo curvado de sus caracteres y el deterioro encargado al paso del tiempo, intenté descifrar hasta descubrir un capítulo que mencionaba al Consejo de Ancianos de la ciudad y al alguacil don Fernando de Castilla, citando el mercado de los viernes donde se comerciaba con trigo, cebada, cañaduz y otros productos, así como un suceso que aconteció a un vecino que bajaba al mercado desde Pataura, fragmento que por lo interesante reproduzco aquí literalmente:



... en tiempo de los moros, en la villa de Motril,
hazia la parte de Pataura, huvo un honbre que iva e
venia a la dicha villa de Motril, por pescado, e açucar
e arroz e cañas duces e otras cosas. Ansy havia sienpre
de passar la alqueria de Pataura a que esto fue noche
de ynvierno, cuando acontecio gran ruido de tañidos de
ferro que ficieronlo entrar en gran temor que por caso
fueran salteadores o matadores o otros cualquier
trayçion, entro e vio hasta diez o doze honbrecitos...





Muchos testimonios orales recogí con el paso de los años y continúo haciéndolo, pero aquella prueba de la presencia histórica de mis pequeños amigos me con movió y me sigue impresionando a pesar de que estos tiempos actuales no sean los más apropiados para creer en duendes, ni las arquitecturas modernas convenientes para cobijarlos. Pero mi pareció que esta si era una buena ocasión para exponerlo relatado, en un intento de rescatar una de nuestras señas de identidad.

Discusión matrimonial


− Mira Pepe tú no sabes lo difícil que lo tengo para llegar a fin de mes con lo que tú me das − la mujer hizo una pausa −. Por todo, ya te digo, no sólo es por el dinero, es la casa que le hacen falta unos arreglillos − sollozó sincopadamente −. Y luego está lo de la niña que se ha empeñado en trabajar de camarera en un bar de noche, para volver a las tantas. Y tú que nunca me ayudas, te callas y dejas las cosas correr. Pero a mí se me fríe la sangre con cosas como esta, qué quieres que te diga.
La mujer sacó un pañuelo de papel del bolsillo y se apretó las aletas nasales para proseguir con su retahíla de lamentaciones.
− Y de tu hijo mayor qué me dices. Va a dejar los estudios porque primero está lo de estabilizar su relación de pareja. Desde que conoció a esa tiene el juicio en otra parte, no se da cuenta donde se mete.
Un tumultuoso silencio se acercó hasta el lugar donde estaba la mujer que se retiró unos metros. Puso cara de circunstancias, es decir, se apenó mientras pensaba «bueno mi Pepe ya tiene otro más con quien hacer amistad». Cuando el cortejo se marchó pasó el pañuelo de papel por la foto que había en la lápida.
− Tú siempre tan callado y dándome la razón como a las tontas − y se despidió.

El veneno de la salamanquesa



La salamanquesa torció su boca en un gesto depredador y sacó la lengua para lamer su hocico. Permaneció perpleja en una extensión de tiempo que le pareció infinita, sujetada como estaba en la ingravidez del techo. Como hipnotizada por el tedio de la atmósfera que respiraba, olvidada del resto del mundo e inerte durante horas y horas, meditaba la absurda naturaleza de su existencia, emparentada con los vestigios más lejanos de la vida, desabastecida de admiración y condenada a su repugnante condición de saurio. Y más allá del desafecto adquirido por su forma de ser, la inquietante soledad de su meditación cartilaginosa, aplastada y cenicienta.

«Mordedura de suerte y poquito de miseria. Conjuro de pata de cabra viuda y madrecita del alma que no me falte tu aliento, mientras me acuerde de todas las veces que me has socorrido. Troncho de col y agua de colonia, noviecita mía haremos un nidito de amor con poca cosa. Para adentro las lágrimas, para adentro, que no se note la copla triste, que la vida te empuje como miel sobre hojuelas, que te soporte tanto como tú a mí, y que, en silencio, volvamos a nacer de nuevo en nuestras cosas pequeñas y en las horribles muestras de sinceridad. Que tu sonrisa me lave por la mañana y que tú, virgencita, me compongas el ánimo al ir a trabajar. Que no me faltes nunca, nunca, que no me faltes, con tu carita de ángel recién lavada y tu acento de azucena».

Miró hacia atrás y no vio nada, sólo un dolor agudo, como de aguja ahilada que traspasara su nuca, un dolor crónico de paso de tiempo reumático. Agachó la cabeza y entendió de repente, como si hubiera adivinado en la superficie de un charco formado en el suelo, los días huidos cuando era una niña. Aquella decisión de vivencias pretéritas la trasmutó en otra persona y desde entonces, comprendió, que cada escalón había sido una miseria más. Una tristeza más en su hondo pesar. Recordó aquel sueño que le contó su madre, cuando mandó, al fantasma aparecido de su padre, "a arrancar esparto" que era como decirle "vete al infierno y que Dios no te haya perdonado por todo lo que nos has hecho pasar".


− ¡Mata al bicho!− y el primer escobazo sonó zas contra la pared encalada. La salamanquesa zigzagueó con movimientos eléctricos por el dédalo del destino nuevo e imprevisto y adivinó una grieta oscura y clandestina para zafarse de sus agresivos perseguidores, hundiéndose en la frontera de la luz y desapareciendo como para sus adentros.
− Has fallado − farfulló irritada la niña.
− Ha sido por tu culpa − replicó el desatinado cazador excusando su ineptitud pueril que con los años sería una cualidad de su persona.
− Otra vez lo hago yo, torpe − Le reprochó Anabella, con ese enojo de muñequita linda y rubia que aparentaba, mientras los rizos le colgaban por el cuello. La puesta en duda de su puntería y el calificativo hiriente, provocaron en Lucio una animosidad de gallito impúber, mientras su redonda y mofletuda cara enrojecía y se hinchaba, y con actitud amenazante de escoba, le espetó un a que te doy. Terció, en ese momento crispado de la discusión, un timbrazo seco y largo, cuyo eco arrastró el ring por el corredor de la casa hasta donde beligeraban los niños extinguidores de animales, su sonido fue como la convocatoria de una diana. Una disputada carrera de codazos y empellones, descolocando muebles, precedió a un papá unísono, antes de alcanzar la puerta de la casa para descorrer el pestillo.
La figura alta, de oscura delgadez, enmarcada en un uniforme azul militar, presentó a un hombre treintañero en el umbral de la puerta. Los polluelos se abalanzaron sobre él para besuquearlo y el hombre se encorvó para abrazar a la pareja de niños, mientras esbozaba una leve sonrisa cariacontecida. Le brillaban con tenuidad las estrellas sujetas a sus hombreras rojas, mientras con actitud protectora interrogaba a sus hijos sobre qué hacían antes de su llegada. Caminaron los tres por un corredor laminado de maderas nobles, entre objetos dorados, cristales bruñidos y muebles de presencia barroca y mal gusto.
Los tres se sentaron a charlar sobre las próximas vacaciones. Germán mantenía sus brazos estirados sobre los hombros de sus hijos, en una muestra de ternura paternal que descargaba todo su traumatismo militar, gangrenado en las horas de trabajo y en los ratos oscuros de vacía soledad. Lucio se obstinaba en meterse un dedo en la nariz sin ser visto y Anabella se arrebujaba cariñosamente contra su padre.
− Alquilaremos una cabaña en la sierra y daremos grandes paseos − decretó Germán con voz solemne-. Después iremos a visitar a los abuelos.
− Pero yo quiero ir al parque de atracciones y entrar en la bóveda del terror − rezumó caprichosa Anabella.
Lucio que no se inquietaba por los pronósticos vacacionales imaginaba la cantidad de salamanquesas y lagartijas, a las que el emparentaba con la misma familia de los gecónidos, que podría cazar en el bosque, pero también pensó que quizás en el mar hubiera otras especies acuáticas más llamativas y se le ocurrió decir:
− También podríamos ir al mar y visitar a mamá.
La última sílaba 'ma' resonó en varios ecos dentro de la habitación. Anabella estuvo a punto de gritar imbécil pero el gesto adusto de su padre que se incorporaba la frenó.
− Te he dicho muchas veces Lucio − pronunció con empaque y solemnidad Germán − que tu madre no tiene una vida normal y que lo mejor es dejarla que viva a su aire. Podría estar aquí si ella quisiera... − Y las últimas palabras ya sólo sonaron en su pensamiento: «pero es un mal bicho y tiene que morirse aplastada».

Rosario levantó la cabeza para mirar el televisor por encima de la luz concentrada de su lamparilla, en un reflejo brusco, buscando la referencia de la pantalla iluminada. «¡Qué guapo es!», pensó entristecida chupando el aire para adentro, mientras distraía su concentrada atención del desgarrón de la camisa que zurcía. Las siguientes imágenes le llevaron hasta la interrogante metafísica de dónde se acumulaba más la celulitis, ¿en las nalgas? ¿en el pompis? ¿en las caderas? "Este verano pasa de celulitis. Lea la revista Sex Virgen y denúdese al sol que más calienta". Desconectó su atención de las secuencias y obligó a sus manos a continuar la tarea de pasar la aguja enhebrada por el tejido roto.
Sobre el aparador fotos antiguas devolvían su imagen más joven, más enigmática, más alegre. Rostros que se mostraban en diferentes tiempos, adultos y niños en decorados distintos, casi ensoñecidos por la humedad del tiempo. Todo enmarcado bajo el signo de lo irreconciliable, de lo que fue y no volverá a ser. Penosa y solitaria, distraía las horas ocupada en quehaceres para los que no había una insumisión doméstica de cacerolas, acostumbrada a sobrevivir en los médanos de la dificultad. Rosario era una mujer de grandes ojos fijos que hablaban desde su profundidad oscura, pelo castaño que se tornaba moreno al atardecer, deshacedora de entuertos y abogada de los sentimientos que por poderle a veces se la comían.
Recluida en su rincón del mundo se sentía útil a los demás que la comprendían benefactora pero de rara presencia, rehecha de aquella amputación dolida de su dos hijos. − Nada pude hacer contra aquella sentencia injusta − se lamentaba Rosario −, todo fue preparado para que el magistrado dijera su veredicto a favor de mi marido. Gemir en silencio fue lo que hice, después de envenenar a los niños con artimañas. En privado Luis me pidió que volviera con él, que retiraría todo lo dicho. Y volver a qué, a ser su fregantina, la señora de un militar domeñado por una madre que mandaba en su apocado hijo como si fuera un general.
Liliana y Miguel mantenían presta la atención, como en confesión, en el relato de Rosario. − Me acusó de ser una puta, de tener varios padres para mis hijos, como si fuera una cualquiera que recorriera las esquinas de las calles en busca de hombres y el juez le creyó, le creyó porque era su causa de hombre, pero no era verdad. Me dijo que era como una salamanquesa que escupía veneno.
− Pero las salamanquesas no escupen veneno, eso son sólo supersticiones populares que no tienen fundamento alguno − replicó Miguel −, además de que su efecto en los hogares es beneficioso, ya que limpian de insectos la casa −. Luego permanecieron mudos los tres durante unos largos instantes. Rosario buscaba la complacencia de la pareja y continuó hablando con la vista medio nublada y sumergida en los recuerdos, esos mismos recuerdos que a veces la devoraban poco a poco.


«Hola Anabella, soy mamá...Cómo van tus clases de danza... ¿Sí?...Yo estoy bien, guapita. He encontrado un trabajo y vivo en una casita frente al mar. Esto es bonito. Si vienes con tu hermano en vacaciones podréis bañaros en la playa, ¿Qué tal tiempo hace ahí?… ¿Frío?… Aquí tenemos un poquito de calor... Que este verano vais con vuestro padre a la montaña... ¿No podréis venir?... ¿Y tu hermano?... Dile que se ponga... ¿Cómo estás Lucio?... Discutes con Anabella... Pero tú sabes que eso no es cierto... ¿Y tus clases de kárate?... No, no eso no es verdad, son las cosas de papá. No tengo ningún novio... Adiós... Cuidaros mucho... Os quiero... pi-pi-pi-pi».

− Mis hijos ya no son mis hijos − les sentenció a Liliana y Miguel −, él se ha encargado de hacerles creer todas las mentiras que inventó para arrebatármelos. Soy para ellos un ser despreciable y monstruoso que los emponzoña si los toca y mi cariño no deja de ser inofensivo. Cada vez que los busco los traslada de un lugar a otro para evitar que los encuentre. Pero sé que me quieren, sobre todo Lucio, mi pequeño desvalido, él me sigue adorando. Anabella en cambio cada vez pertenece más a ellos, a su padre y sobre todo a su abuela que la adoctrina en esos terribles modales para convertirla en una señoritinga. Hace como si los hubiera abandonado pero yo aún los encierro en mi corazón.


«Ay ánimas del purgatorio que no me falten las fuerzas, que mañana despierte cuando el sol me salude, que vele el sueño de mis pequeñines. Todo el día en la cocina con la sal y el perejil, con el almirez y el alioli. Santa Rita bendita, patrona de los imposibles dame fuerzas para seguir que no se me quiebre este aliento. Y san Antonio, cara de rosa, cásame a mi hija que tengo moza. Tocino de cielo y arroz con leche que le gusta a mi niño, niñito bueno. Flan con natillas y virgencita del Perpetuo Socorro alíviame esta tristeza».

Lanzó un suspiro acuoso como de glu la salamanquesa mientras, con sus dos ojillos fijos como cabezas negras de alfileres, observaba la película de gelatina traslúcida que cubría su par de huevecillos y pensó aliviada en la gestación tranquila e inocente de sus saurios nonatos. Comenzaron a crispársele las escamas tuberosas con un chasquido de crisp-crisp que le desasosegaba hasta el punto de hacerla salir de su receptáculo, para mirar el mundo inverso de las cosas absurdas, sórdidas. Abandonó la oquedad y con el plof-plof silente de sus ventosas al sujetarse en la superficie lisa, fue a establecerse sobre el ángulo de la habitación oblonga de realidades aplastadas y quedó inmóvil, petrificada frente a la vórtice velocidad de los seres cambiantes.

Dominical

Me llamo Fina, tengo tres hijos. Me casé muy joven embarazada y ahora trabajo en una empresa de limpieza en la que también lo hace mi marido. Hoy domingo me he levantado temprano. Todos duermen. Al ir a lavarme la cara he notado que un puntito negro afeaba mi piel. Mientras me revisaba el cutis he pensado que no estoy tan mal para mis veinticinco años.
Me he preparado un café cargado y me he sentado en el sofá para desayunar tranquila mientras veo la tele. De repente un anuncio me ha hecho sentirme mal. Una chica, que podría tener mi edad aunque mejor cuidada porque debe ser modelo, ha hecho igual que yo delante del espejo y tras mirarse durante unos segundos ha aparecido un rótulo que decía: “Mientras unos se miran al espejo, 40 millones se mueren de hambre”. Manos Unidas.
Me he sentido mal. He agachado la cabeza y he comenzado a leer en una revista. La reina de Jordania “debe hacer hueco en su apretada agenda para coger el jet y visitar Nueva York, Roma y París. Allí la esperan con expectación los directores de las marcas más exclusivas, que se disputan el honor de contribuir a su fondo de armario: Ralph Lauren”.
Me he sentido peor.

El ángel de la guarda

Trabajo como Ángel de la Guarda a turno corrido de veinticuatro horas y no tengo vacaciones. Mi contrato es eterno. No estoy afiliado a ningún sindicato ni adscrito a ningún convenio colectivo y mi jefe es divino aunque no me paga nada.
Mi labor consiste en ver sin tocar, oír sin hablar, guardar sin proteger, predecir sin avisar, soportar sin sufrir; percibir los sentimientos sin sentir.
Estoy cuando despierta el día del que va a trabajar, junto al suicida en el momento antes de colgarse en el vacío, al lado del niño que gime tras dieciséis horas de trabajo, cuando grita la parturienta, en el paroxismo de dos cuerpos amándose, en la oscuridad del insomne, cerca del viejo solitario que se arropa con recuerdos, atento a quien ríe despreocupado y en el miedo infantil por el distanciamiento maternal.
Oigo los pensamientos del asesino antes de matar, miro cómo oculta el ‘dinero negro’ el mafioso, me acerco al presidente de una nación cuando piensa su poder y al magnate cuando se siente todopoderoso.
Escucho el golpe sordo de un cuerpo cuando cae al suelo desde un andamio, la agonía del enfermo, el pensamiento de aquel que llaman loco, la bofetada en la cara a una mujer, el dolor de un amante abandonado y la amargura de la violada.
Sé del absurdo deambular del toxicómano, del fanatismo del terrorista, de la impotencia del parapléjico tras un accidente y del dolor de la misma muerte. También estoy al corriente de la emoción del enamorado y del que se sabe alegre.
Y nada puedo hacer si no pasar como un ángel.

La guerra que viene




Cuando era pequeño siempre tiró a dar y siempre fue con los malos. Pero aquel sueño le convirtió en pacifista de la noche al día. El fantasma de Eduardo, un niño que se ahogó en la acequia, vino una noche y le contó: la guerra del futuro será la más terrible de las guerras. Maléfica porque el efecto destructor de las guerras siempre ha superado, al menos en un ápice, a la anterior. En un pacto de cordura las guerras deberían hacerse con gomero -como las practicábamos nosotros-, pues siempre queda un poso bélico en el espíritu humano que de alguna manera hay que sublimar. No es menos cierto que la mejor guerra es ninguna, pero ese 'ninguna' parece conducir a 'cuando no quede nadie'. Probable aseveración para los que han calculado repetidas veces que la tercera de las guerras mundiales llegará, que será la más limpia porque en lo tocante a matar, la muerte vendrá de la mano de unos átomos respetuosos con el patrimonio histórico pero letales para la frágil vida. Por otra parte no es menos cierto que dos no se pelean si uno de ellos no quiere, pero como siempre habrá alguien azuzando y metiendo baza para sus intereses, la guerra llegará. Por tanto la última de las guerras será de risa, aunque muy seria, ya que después de todo lo peor no es perder, si no observar la cara que le queda al perdedor. Y esa es la esencia de la estrategia: la humillación. En esa guerra no habrá más fiambres -los muertos dan mala reputación en las noticias del día-, porque a lo sumo se morirán de vergüenza, nunca de un balazo letal y traicionero que lo ponga todo perdido de sangre: bastará que se mueran de bochorno. Los avances tecnológicos dotarán a unos pequeños cohetes de una inteligencia propia tal, que éstos buscarán el cañón del arma enemiga hasta inutilizarla, enviando al combatiente enemigo al paro. Mediante rayos láser se narcotizará a los soldados contrarios incidiendo en su sistema simpático, lo que les provocará tal entusiasmo que saltarán locos de alegría y desertarán en pos de la fiesta. Generadores de ultrasonidos provocarán en los batallones enemigos incontenibles diarreas o lanzadores de materia viscosa con cualidades de mucosidad atraparán a los soldados en una bola pegajosa imposible de zafarse. No faltarán tampoco las armas sicológicas con mensajes personalizados para cada combatiente, donde públicamente se airearán cuáles son los defectos, vicios y secretas ruindades de cada soldado que serán conocidas vox populi. Al despertarse notó cierto alivio: había comenzado la guerra que viene.

8

Llega Pepe y son cinco a la mesa. Trae el frío de la calle tras de sí y un chorro de aire glacial inunda la habitación. Pepe investiga, ausculta el cuarto, se siente ufano y deja entrever que ni le van mal los asuntos con su novia, porque últimamente pasa algunas noches con ella. Se mete en su dormitorio y vuelve comiendo un bocadillo de chorizo o longaniza, de embutidos los que suele traer cuando baja al pueblo, y ya no dejará de roer hasta la hora de acostarse. La noche es invariable para el quinteto mientras fuera crece el silencio y el ronroneo de la ciudad se hace un mustio ronquido. Pasan las horas jugando al Mentiroso y también pasa la vida de puntillas.

Carmelo aparece como un fantasma, casi nunca está en el piso y pocas noches juega. El resto, Juan, el Guti, Antonio, Paco, Pepe, cierran el círculo, y ríen y ríen aislados del mundo. Juan fuma hundido en su sillón y habla impostando la voz para decir este Mentiroso lo gano yo. Antonio se sonríe mientras ojea una revista y refiere que este tío la tiene más grande que tú, apuntando con la vista hacia Pepe que mordisquea su bocadillo. Carmelo mete prisa porque quiere acostarse temprano aunque sean las cuatro de la madrugada. Paco vuelca el cubilete sobre la mesa y vuelve a decir ¡Doble pareja de ases-damas! Están pegados a la realidad, como una estampilla a un álbum de cromos.
Y pensar en decir pocas cosas pero con acierto, lo de siempre, vamos, el llanto y la risa, un proceso idílico de narración infinita, la intersección de diferentes planos que coinciden en un punto único, los cuentos cotidianos del día a día. Y partiendo de todas esas cuestiones que ocurren en mi cuento, de todos los cuentos que se dan en el cuento, yo soy el cuento.

7

Debía levantarse, continuar la lucha antes de que todo estuviera más oscuro, antes de que se hiciera más tarde. Aunque ya era tarde y, sin embargo, continuaba de bruces en el suelo con el relente que estaba cayendo y podía coger frío, ahora que el resfriado ya estaba curado. Anochecía de forma remisa y Venus lucía al Este, con las últimas lumbres del ocaso que tintaban el horizonte de añil. No entiendo como no han venido a ayudarme, no me habrán visto, seguro. Sino fuera por esta maldita flecha que me atraviesa el pecho caminaría hasta el campamento. Silbaré para que vuelva mi caballo. Es extraño pero nunca había visto un fulgor igual en las estrellas... Lucilia debería estar ahora conmigo. Todo permanecía en quietud y sólo los grillos rompían el manto de silencio. La Osa Mayor comenzó a tomar posiciones en el alto cielo y la última luz se esfumó, pero pronto estaremos en Roma, sino fuera por esta flecha fastidiosa. Ya puedo ver las techumbres relucientes de la ciudad y se aprecia el eco de las voces, allí están los ciudadanos romanos, las matronas y las cortesanas, las calles llenas de muchedumbre, el saludo a los soldados heroicos que defienden el imperio. El pueblo vocifera jubiloso mientras nos acercamos por la vía Sacra hasta el Capitolio para agradecer a Júpiter por su poder, a Marte por su protección, ¡Ave César! ¡Viva Roma! César Augusto nos aguardará erguido y saludará brazo en alto: ¡Viva el Imperio! ¡Arriba Roma, valerosos guerreros! En una tribuna me aguardarán impacientes, mientras termina la ceremonia, mis padres, mi hermano, el senador Juliano Caleno y Lucilia con sus padres y su hermano. Anco Marcio me estará señalando con el dedo ante sus amigos y les dirá, orgulloso, ese coronel es mi yerno, ese enhiesto jinete y valeroso soldado. Mamá estará nerviosa hablando todo el rato sin parar y al verme me dirá que estoy más delgado, que ahora lo que tengo que hacer es comer y reposar algún tiempo en nuestra villa de las afueras para reponer fuerzas. Papá Cornelio, con su voz ronca, me referirá lo contento que está de mí y me abrazará fuertemente. Todos querrán estrecharme entre sus brazos y besarme. Juvencio querrá que en un momento le relate, con todo lujo de detalles, como ha transcurrido mi estancia en tierras bárbaras. Lucilia solo me mirará. Me observará sonriente y yo veré en sus ojos toda la luz de la mañana. No dirá nada con sus labios rojos, pero me hablarán sus pupilas y me sentiré cansado, cansado... como ahora.

6

Granada es fría en invierno. Tiene los ojos febriles de buscar ocasos en el mar, hacia el sur. Trío de reyes al as. Se sonroja, hace una mueca, carraspea Paco. Se ríe, se sube las gafas, se retrepa en el sillón y dice eso no te lo crees ni tú Juan. Ful de ases-reyes. Mira fugazmente el Guti, los mira a todos como si en ese momento lo acusaran de no limpiar el piso, de dejar los platos amontonados en el fregadero para que las cucarachas practiquen alpinismo. Seguro que está. Apuéstate lo que quieras. El Guti hace una pausa: (Me cago en la vística! Todos ríen, pero Paco más lejos: porque vuelvo ufano después del tres a cero, que nunca había jugado también y en esas condiciones, y se despoja de la camiseta con el nueve borracha de sudor y de sol dejando su torso desnudo y la deja caer en un rincón. Se mantiene de pie mientras piensa que debe ducharse con los ojos encendidos por la victoria, noventa minutos nunca tan bien jugados pateando el balón de arriba abajo como mejor sabe hacer. Amontona la ropa en un rincón de la habitación y a eso llega la madre pisándole las ilusiones porque una tiene que estar todo el día como una mona, quitando y poniendo que esta es la tercera lavadora que hoy pongo y que reviente una con vuestras cosas que sólo me dais trabajo, y que no te salga una novia y te cases ya. Pero la retahíla de su madre ya no importa porque todavía está justo en el segundo regate cuando chutó a la cepa del poste con aquel obelisco gritándole cabrón, pero como la pelota coló... Se le enciende la cara y suda de nuevo en la habitación cuadrada, celeste, luminosa, con la alegría de un niño mientras en la radio suenan las últimas notas de Escuela de Calor que canturrea desafinando. Piensa de nuevo en la ducha fría y siente un frescor en la parte posterior del cuello, sale de la alcoba y baja hasta donde le espera el agua el agua fresca y clorada. Y se ducha gratamente, veinte, treinta minutos, mientras otra vez le centran una pelota por la banda izquierda y salta para poder picarla hacia abajo con la cabeza... Y ya está ahí su hermana golpeando en la puerta del cuarto de baño porque llevas ahí más de una hora y cuándo vas a salir que siempre te pasa igual. Otra vez en el dormitorio secándose, recostado desnudo sobre la cama para poder pensar que cuando llegó el balón por la banda derecha y aguantó la entrada del defensa y le hizo una finta y cambió el sentido del juego mandando el balón hacia el extremo opuesto y como el defensa, al que había burlado, le dio una patada sin balón y a esto llega su hermano mientras se viste y déjame mil pelas que no llevo nada encima y me hace falta comprar tabaco que después te las devuelvo, en serio. Y le da el dinero y lárgate ya y no me des más el latazo y mientras se peina descascara la última jugada del encuentro en la que él estaba muy atrás y vio el centro que le hizo el siete y cómo despejó el cancerbero con los puños y se armó el barullo delante de la portería y llevándose la pelota con habilidad, fintando a un lado y a otro chutó con la zurda y goooool. Se pone un poco de perfume y se va caminando mientras escucha a madre decir algo como que no vuelvas tarde a casa que tu padre se enfada y te comes fría la cena, que hoy hay algo especial... Se aleja pensando en lo de los goles y aquel señor amable que, al terminar el partido, le dijo chico eres un fenómeno, sigue así y llegarás a ser alguien en el fútbol el día de mañana...

5

Se sienta en el tocador y deja caer su rubia melena con reflejos de cobalto sobre la espalda desnuda para alisarla con el cepillo. Inquieta se levanta del asiento y va a mirar por la balconada, ve a unos niños que corretean en el jardín alrededor de la fuente de Fauno, llama a su hermano Juvencio y le indica que vaya a otro sitio a jugar con sus amigos, y el chaval asiente con la cabeza como diciendo sí Luci lo haremos. Se siente desazonada pero no sabe por qué y vuelve a sentarse frente al tocador, peina su larga cabellera, se acicala, con la punta de los dedos haciendo círculos sobre su cara, reparte suavemente un cosmético hecho con harina de trigo toscano, goma, bulbos de narciso y miel. Piensa otra vez en el regreso de Valerio que coincidirá con las fiestas de verano, las carreras de cuadrigas, el teatro. Volverá victorioso y cargado de distinciones, y cuando nos encuentren por la calle nos felicitarán. Iremos hasta el templo de la Bona Dea y haremos un sacrificio. Se observa las manos y vuelve a estar soliviantada. Falta poco para su regreso y tendré que preparar una fiesta en su honor. Un banquete con abundante vino, donde sus amigos, sobre todo Craso Licinio al que tanto le gusta empinar el codo, se emborracharán, y donde no ha de faltar el lechón relleno con trufas y castañas, la tortilla de huevos de avestruz y los pastelillos de lengua de alondra. Mamá Porcia vendrá esta tarde a contarme, como siempre, que su Valerio está a punto de regresar y que sigue preocupada porque su niño comerá poco, y no se abrigará en las noches con ese resfriado que marchó y andará tosiendo todo el día hasta que le dé fiebre. Y estoy segura de que volverá más delgado porque tú no sabes como es de descuidado este hijo mío, y cuando te cases te ocurrirá a ti igual que deberás estar todo el día encima de él, porque sino... Y si papá Cornelio llega con ella me echará un piropo, porque cada día estás más guapa; no sabe bien mi hijo el tesoro que ha encontrado en ti Lucilia Clodia. Su regreso será una gran fiesta y anunciaremos el día de nuestros esponsales, pero no sé qué me ocurre hoy que estoy tan nerviosa por este leve dolor que me oprime en el pecho. Será la llegada de Valerio o que va a cambiar el tiempo.

4

Juan desde el comedor resbala el cubilete sobre la mesa: (Ful de ases-damas! Hace una pantomima con la mano, un dibujo en la atmósfera cargada de humo y vuelve a jugar. Antonio llega de lejos, desde su habitación al final del pasillo, viene de convencer a su estudiante que mañana será un buen día para estudiar. Fanfarronea, se ríe con Juan, juega a hacerse el importante y el Guti se sienta a su lado mientras engulle media barra de pan con mortadela. Otra llamada hacia el interior, pero esta vez con enfado por parte de Juan: (Venga ya que te estamos esperando! Ya, ya voy, coño. Pero es que en realidad no tienes ganas de salir para aceptar la situación y dejar amontonados los problemas amorosos y otros problemas, y vuelves a la isla: un muro de piedra y la luz del neón reflejándose blanquecina en las comisuras de tus labios tristes y callados como un pájaro en la noche. Mis manos jadeando en tu cuerpo bajo el mirar pétreo de la iglesia mora y la luna estacionada en tu pupila izquierda. Mi voz hablándote de cosas insolentes. Mis labios expiraron. Tomaron lentamente el borde de tus labios. Amaron el cielo de tu boca, se hundieron hasta ahogarse en el lago de tu saliva. Tus ojos se cerraron y sucumbimos en una noche oscura donde nuestras bocas huérfanas hicieron el silencio en un instante largo. Mi lengua hizo un dibujo en tu boca. Tu boca trémula amparó mi exiliado labio y tu lengua parpadeó despacio. Mis brazos estrecharon con firmeza tu cuerpo. En lo profundo de tu boca estabas tú y mi vida se detuvo un instante en ese beso lábil, en el sabor a tabaco de tu boca, en la respiración de tus pechos flotantes. Resbalé mi mano por tu espalda y la acerqué a tu seno. Levantaste tus párpados y me miraste como en un sueño.

3

Las tropas cargaban una y otra vez contra los bárbaros, los soldados se encolerizaban más y más, y el campo de batalla se marcaba con charcos de sangre. Se formó una triple línea de combate, la primera de las cuales la componían las cohortes más veteranas. Se guerreaba por inercia siempre hacia el adversario. La fiebre continuaba subiéndole a Décimo Valerio que se desprendió de la coraza y galopó en dirección al sol.

Lucilia me estará esperando sentada en el porche de su casa, envuelta entre el aroma de las rosas, con su brillante túnica de seda. Pasearemos en silencio por el pequeño jardín mientras el surtidor de la fontana central cascabelea con sus chorritos de agua que saltan desde la estatuilla de un fauno. Yo la acariciaré besando su rubicunda cabellera, besando el pálido rosado de sus mejillas, sus húmedos labios ardientes. Nos sentaremos a conversar y me dirá que soy un tonto que no tiene pretensiones y que debo de ser ambicioso para llegar a general. Yo no querré hablar de ese tema y le cogeré sus finas manos, ella se levantará y deambulará por el jardín y a mí me complacerá verla caminando al contraluz del follaje, y me levantaré a andar con Lucilia. Entonces ella se preocupará, se enojará incluso un poco, fingirá estar molesta conmigo como si fuera verdad, y la tendré que persuadir de su disgusto, y le hablaré de una excursión a la cima del Etna para ver nacer el sol, le contaré como van los trabajos en la villa que nos están edificando a los Caleno en las afueras de la metrópoli, semejante a la de su amiga Volumnia Citérida. Le mencionará que en nuestros desposorios haremos allí un gran festejo con todos nuestros amigos, y Lucilia replicará que le disgusta que mis amigotes se emborrachen siempre, como si celebraran las saturnales, y que cuando estemos casados no consentirá que me marche todas las noches a jugar a los dados, al circo o al teatro y nos dedicaremos a pasear cogidos del brazo por el Pórtico de Pompeyo o por la Vía Sacra. Yo la estrecharé en mis brazos vigorosamente y le volveré a besar los labios, desordenado y loco de amor, y ella casquivana me mirará dejándose besar.

Cabalgó herido por la fiebre, corrió descubierto con ojos atónitos y se detuvo a vomitar. El miedo lo sacudió en forma de escalofrío: el temor a las flechas que llegaban siseantes, el pánico a tener que enfrentarse otra vez al adversario y mirándolo a los ojos, sin explicar nada, rebanar de un tajo su cuello. Miedo al mapa que dibujaba la sangre y a los cuerpos mutilados en el preciso instante en que un cristal de escarcha brilló atravesándole y todo enmudeció.

2

Salgo a la terraza a recortar días de invierno para luego pegarlos sobre una noche sumisa de verano y todo parece tranquilo, infinito, indiferente. La brisa agradable del mar, la música pequeña en el casete, la única mosca despierta intentando aparcar en mi nariz... Una noche menos calurosa que otras noches con trémulos perfiles que intentan romper con su estética de pared de cemento y perro callejero. La media luna ahogada en el vaso de agua provoca una conversación entre las estrellas y yo: charlamos del verano, la música clásica, la ausencia de una relación sexual fuera del mercado publicitario del sexo, sexo, sex, o.. fingir una neurosis en el bullicio urbano y el fastidioso sol castigándome los ojos inundados de colirio y sin gafas de sol, cuando quiero mirar a una buena rubia extranjera, y recordar el argumento de esa última película, Blade Runners, que me saca de la realidad y me vuelve a hacer reincidir en un cuento cotidiano:

En el lóbrego y frío pasillo se abre una puerta y por ella sale el Guti dispuesto a matar su soledad de estudiante (golpea las puertas, se detiene, entra en la cocina, come algo y llama a voces). Alguien responde con un (ahora voy! y tarda un rato en venir porque se detiene en una isla del cristal de su ventana, le rebota un reflejo de quien quiere llegar a ser, le llama un recuerdo y va hacia él, y cae, cae hacia su precipicio: la tarde era plomiza pero no importaba. Corríamos y corríamos dejándonos mojar por los cristales de agua que se clavaban en el pelo. Las manos se enfriaban por la velocidad y entornábamos los ojos por la fina llovizna. El puño de los aceleradores no parpadeaba. Al llegar al mar todo se hizo del mismo color azul grisáceo, mientras el horizonte de nubes borraba las montañas, la soledad de los muelles, el titileo sorprendente de la azafranada luz del faro: una fina ironía contra el verano. Carmelo dijo algo y rió. Habíamos comprado un pedazo de tiempo indefinido para aliñarlo con sueños que evocaban mujeres ausentes y un viaje a una isla multicolor y neumática.

Cuentos de cada día

1

El sol había descendido hasta los altozanos del oeste y era la hora más fresca para la contienda. Millares de saetas caían del cielo y sembraban los corazones de los soldados, mientras los arcos se doblaban entre gritos y chillidos que los guerreros lanzaban para concentrar su puntería en un disparo certero que deslumbrara de muerte al enemigo. Décimo Valerio Caleno cabalgaba desconcertado ante la iracundia que aquellos bárbaros ponían en la disputa, sudoroso su rostro chorreándole sobre el peto que reverberaba la luz crepuscular.

Más de tres meses hace que partimos de Roma una mañana gélida y lluviosa. Desafiantes desfilamos diez legiones atravesando la Vía Flaminia hacia las Galias. Desde entonces me acompaña este maldito resfriado y el recuerdo de Lucilia. Mamá, con su actitud de matrona, se despidió tratándome como un niño, recordándome que me arropara por las noches, no descuidara las comidas y tomara la infusión diaria de yerbas. Papá Cornelio desde su áspera voz de tribuno me alentó para llegar lejos y ser orgullo del Imperio (Ave Augusto! Y que un día, a mi vuelta, me esperaría con los brazos abiertos, rendida ante mí la muchedumbre, en honor de héroes. Y Lucilia que, entre lágrimas invisibles, fue a decirme adiós con sus labios rojos. El tiempo desde que fue llegando el verano, sin embargo, ha mejorado bastante pero este catarro del infierno no me ha abandonado un solo instante. Cuando volvamos a Roma, y falta poco, tomaré unos baños de vapor que tanto bien me hacen.

PEZQUEÑINES, NO GRACIAS

Una línea de mar azul infinita cubría el horizonte de aquella mañana de agosto. Una muchedumbre de bañistas tomaba el rebalaje con sus juegos de agua y sus chapuzones. La playa estaba tomada por miles de domingueros.
En medido de la normalidad de aquel tumulto, de repente, surgió de entre las aguas una figura hercúlea, medio hombre y medio pez, y paralizó la imagen cálida y vacacional de aquel momento. Los bañistas asombrados quedaron boquiabiertos ante ese ser monstruoso cubierto de escamas que, con su mano izquierda, sostenía un tridente y una red de pescador con la derecha, como si fuera un gladiador del circo romano.
Fue entonces que comenzó a girar la red sobre su cabeza y tras varios giros la lanzó contra los bañistas que, despavoridos, comenzaron a huir en todas direcciones hacia la playa. Tras lanzarla atrapó en al red una veintena de éstos, la cargó sobre sus hombros y comenzó a caminar hacia el interior del mar, mientras a sus espaldas se escuchaban gritos de horror y lamentos.
Una voz, en ese momento, se destacó del resto: “¡Los niños, no! ¡Los niños, no!”. El ser escamado se detuvo y pensó: “es cierto, no se deben pescar inmaduros o esquilmaremos los caladeros”.
Miró dentro de la red y sacó los ejemplares más pequeños. La cerró y continuó con el resto de sus capturas hacia el interior del mar mientras el gentío, estupefacto, miraba desde la orilla recomponerse la línea de mar azul infinita que cubría el horizonte de aquella mañana de agosto.
En ese instante una avioneta cruzó el cielo de la playa con una pancarta en la que se leía: Este anuncio ha sido patrocinado por el Ministerio de Pesca. ‘Pezqueñines, no gracias, debes dejarlos crecer’.

7

Sentado en la taza del retrete, lugar donde suelen acudir las ideas más aclaratorias, recordó que en cierta ocasión leyendo una enciclopedia que narraba los grandes hitos de la creación, aprendió que el Universo se sustentaba sobre dos principios fundamentales como eran la energía y otro concepto algo abstracto que no llegó a comprender muy bien, llamado algo así como entropía, y que cualquier desarreglo de ellos produciría el término de la vida conocida y por ende la finalización del mundo. Esto unido a una vaga referencia bíblica que rondaba en su cabeza y creía del Apocalipsis, aunque no sabía bien si andaba en lo cierto, sobre que al final de los tiempos habría señales y signos que anunciarían que todo se había consumado, le hicieron cerrar el círculo de las hipótesis y concluir que el fin del mundo había llegado y que él era el único que se había percatado de aquello. Feliz con la iluminación acontecida tiró de la cisterna en un gesto definitivo y concluyente para avisar al resto de los mortales del descubrimiento y fue engullido por un torbellino de agua azulada en el día del arcángel san Rafael, mientras un ángel trompetista, algo blusero, anunciaba el final de este cuento.

6

Al día siguiente, mañana de domingo, comenzaron a mostrarse un rosario de pequeños desastres en el hogar, como que el agua que ponía a hervir para tomarse una taza de té lo hacía en la mitad de tiempo que empleaba antes, de lo cual dedujo que o bien el punto de ebullición se alcanzaba a la mitad de temperatura o que la presión de la atmósfera había disminuido. Cuando fue al cuarto de baño a lavarse la cara descubrió como el agua que escapaba por el desagüe del lavabo giraba en sentido contrario al de todas las mañanas. En ese instante sonó el teléfono y creyó que era Marta que lo llamaba para saber que todo iba bien, pensando aliviado que por fin se podría librar de esa cadena de desastres que lo estaban atosigando y dudó si sería conveniente contarle lo ocurrido o esperar a su vuelta para no alarmarla. Descolgó el aparato y se lo acercó al oído pero del audífono no salieron palabras lógicas sino sílabas como sorteadas entre sí en una jerga de varios idiomas, y sobrecogido supuso que los enlaces telefónicos se habían vuelto locos estableciendo la conexión entre miles de palabras incompletas. Comenzó en ese momento un concierto de las máquinas que se encontraban en la casa. Parecía como si los electrodomésticos hubieran adquirido vida propia.

5

Aquel fin de semana Marta y los niños, Sabina y Abel, se habían ausentado de la casa para pasar unos días junto a Enriqueta, la madre de Marta, y a tío José que volvía a estar achacoso de su reuma porque ya se sabía que era ver aparecer una nubecilla en lontananza y le cambiaban los humores como de la noche al día. Allí los niños podían gastar energía entre juegos y correrías y ver que el mundo tenía otros colores y olores para sus sentidos que no los establecidos por los límites de las paredes del piso que habitaban, donde aire más puro y vegetación exuberante estimularan la viciada vida de sus células urbanas. Para él era la ocasión de hacer de hombre de la casa y comprobar desde la soledad, cuánto se echa de menos a los demás cuando no suelen estar, relajarse y pensar en todos esos fenómenos que con frecuencia discontinua habían estado demostrándose en los últimos días. Una noche que dormitaba en el sofá frente al televisor le extrañó percibir súbitamente una luminosidad prodigiosa que despedía la pantalla y percibir como palpables la secuencia de imágenes de un intermedio publicitario. Se frotó los ojos para despabilar de su somnolencia porque aquellas siluetas parecían salirse de la pantalla como en un holograma y comenzó a sentir un sudor frío que, pensó, pudiera ser por una mala digestión o por haberse pasado con el vino, hasta que vió salir de aquel cuadrado de luz una sirena con el cabello pelirrojo que mientras le ofrecía unos pantalones vaqueros, sentenciaba la frase 'sentirás no llevarlos'. Luego fue un señor bien trajeado que, sentándose con educación a su lado, le convenció de que los tipos de interés del banco que representaba eran los más ventajosos del mercado, haciéndole firmar un contrato para un seguro de vida. Apenas se marchó el señor con cara de presentador de televisión, entró por la pantalla una rubia despampanante que sugerente le susurró al oído: ‘¿Adivinas quién sale de fin de semana? Tiene un gran coche y no se priva de nada. Sin agobios para pagarlo y poder disfrutarlo. Cambia de coche. No de vida’. Aquella frase hiriente le arañó en su subconsciente de hombre abandonado en el hogar y desconectó el televisor casi por instinto y, a pesar de no ser muy adicto a la bebida, corrió hasta donde guardaba una botella de güisqui. Necesitaba un trago para pasar el mal trago y dormir para ver si el día terminaba y con él todos los desvaríos y amanecía otro donde sus biorritmos hubieran mejorado.

4

Él era un hombre meticuloso y racional, concreto en sus ambiciones personales, que llevaba desde los dieciocho años fabricando cintas de máquinas de escribir, papeles de calco y últimamente cartuchos para impresoras de ordenador, desde que entró como aprendiz a fundir cera, para mezclarla con aceite, glicerina y tinta, entre molinos, tolvas y rodillos calientes, impregnada su piel con el color de las sustancias más volátiles. Más de veinte años volcando pigmentos, negro, rojo, magenta para colorear la pasta, un trabajador recto que siempre daba todo por la empresa y que desde la dirección se había comprendido su recto proceder y por eso sus veintidós años de dedicación a esta tarea le habían granjeado la estima y el aprecio de los mandamases, si no cómo explicar cuántas veces había llamado a la puerta del director de la fábrica para hablarle cara y siempre fue recibido, cuántas veces no había salido sonriente de ese despacho ante la mirada de admiración y de envidia de sus compañeros. Aficionado a la lectura se entusiasmaba con los libros de ciencias y las enciclopedias, devoraba los textos mientras su familia consumía televisión, formándose una idea concreta del mundo que lo rodeaba, un universo euclidiano donde por un punto sólo podía pasar una recta paralela a otra, aunque recordaba haber leído algo sobre la geometría de Lobatschewski que postulaba un mundo parecido a una pecera, donde los habitantes aumentaban de tamaño al acercarse a la superficie, algo insostenible para él que sólo concebía aquello que era palpable y desdeñaba cuantos fenómenos no tuvieran una explicación desarrollada en la experiencia, descartando todas esas fantasías imaginables que con tanta avidez acogían las gentes. A pesar de ello las casualidades de los últimos días le habían hecho indagar dentro de su mente, buscando en algún cajón de su pensamiento donde pudiera encontrar una respuesta adecuada al cúmulo de desórdenes que se sucedían en una realidad que para él se manifestaba en armonía consigo misma.

3

A la extraña luminosidad que de vez en cuando irradiaban las bombillas y que eran como borbotones de fuego que ponían los filamentos primero de un rojo subido, para pasar después a un blanco incandescente que extremaba la potencia de la lámpara hasta encandilar la mirada, no la tomó muy en cuenta porque sabido era que la Compañía Eléctrica jugaba con el voltaje de las líneas eléctricas para poner aquí y quitar allá según sus intereses que no eran otros que los de ingresar mucho dinero por las tarifas de electricidad doméstica aunque el usuario tuviera que quejarse frecuentemente y poner el grito en el cielo. Imaginaba que en el barrio coincidía el montaje de algún tinglado y para impedir, como sucedía cuando llegaba el verano, un apagón general que provocaba la indignación del vecindario reflejándose luego en las páginas de la prensa local y en los boletines de la radio y la televisión, habrían aumentado el voltaje para compensar el déficit de fluido de electrones, ocurriendo como en otras ocasiones que al operario de turno se le iba la mano y cuando quería darse cuenta se había pasado con el chorro eléctrico fundiendo media docena de bombillas en cada casa. Se le venían a la cabeza entonces palabras que ya carecían de significado para él porque habían quedado muy atrás en el archivo de la memoria, como ohmio, hertzio o faradio, que le llegaban de los tiempos que estudió bachiller, eso sí con buenas notas que siempre fue muy aplicado en los estudios, y recordaba aquel experimento en el laboratorio de Física cuando don Damián, profesor enjuto con gafas de sol y voz de garraspera aguardentosa, arrimaba una barra de ebonita, a la que antes había frotado un paño de lana, hasta una esfera de médula de sauco que colgaba de un hilo de seda, para demostrar que las cargas de distinto signo se atraen y las que son iguales se repudian, explicando que había dos clases de electricidad, la vítrea o positiva y la ambarina o negativa.

2

Tampoco prestó atención al hecho de que su reloj analógico, que lucía orgulloso porque marcaba la hora en números romanos y no en dígitos, comenzó a demorarse cada tarde cinco minutos a las cinco en punto, aunque sí consideró la necesidad de acercarlo a un mecánico relojero que, previa apertura de tripas, colocara un nueva pila de litio, no tanto por la importancia de la puntualidad y la exactitud del tiempo que para él siempre habían significado un ataque contra los principios de la buena salud, sino porque en su muñeca luciría menos un segundero paralítico que no diera esos pasitos rítmicos que completaban una circunferencia como en un ballet. Por otra parte esa anomalía la encontraba ventajosa porque le supondría ahorrar cinco minutos diarios que, guardados para su vejez, le proporcionarían unas largas vacaciones. Marta, su mujer, siempre le reprochaba con ese acento tan propio que tienen las reprobaciones de las mujeres, más aún si son de la propia esposa, su falta de puntualidad cuando regresaba a deshoras a casa o se retrasaba en una cita y le recordaba la anécdota del reloj de bolsillo que le regaló, cuando él creyó que la cadena de donde colgaba era una herramienta para ahorcar el tiempo y que esas ocurrencias suyas solían exasperarla tanto y entonces discutían, pero que en el fondo estaban de acuerdo en lo esencial y eso era lo importante, y todos los años compartidos que ya iban para doce los habían acercado cada vez más. La experiencia de los años vividos le había demostrado el valor ridículo de las comprobaciones horarias y las medidas cronológicas, como cuando desde el gobierno se ordenaba, en aras de la economía, hacer elásticos los horarios de trabajo y retrasar o adelantar los relojes un par de horas para ganar en producción y en ahorro de energía. Entonces surgían todas las dudas en su cabeza y comenzaba un rosario de interrogaciones metafísicas que no llegaban a ningún lado pero que a él le producían una gran desazón, si no entonces dónde iban a parar esas horas, quién las guardaba o quién las destruía para que no tuvieran una consistencia sólida como las demás horas y días de la semana o qué pasaba con los picos horarios de los años que no cuadraban ni cuando eran bisiestos porque sobraba siempre algunos minutos en los números decimales y que en definitiva le demostraban que esa naturaleza del tiempo no era más que una tomadura de pelo y de las gordas. Un engaño prodigioso para utilizar las vidas humanas en usufructo y tomar de ellas su máximo provecho sin lugar a ninguna protesta.

EL FIN DEL MUNDO

1



Y habrá señales en el sol,
en la luna y en las estrellas.

(Lucas 21,25)





Al principio no dio mayor importancia a que el 'ralentí' de su automóvil se acelerara de imprevisto sin que existiera una causa razonable que hiciera circular el vehículo a una velocidad superior a la ordenada por su pié derecho. Discurrió, desde su conocimiento de la mecánica, que algún organismo metálico se había indispuesto bajo el capó, igual que ocurre con el paso de una estación a otra que la atmósfera varía y entonces la humedad del ambiente es distinta y eso influye en las maquinarias, como influye en la rótula de la rodilla de tío José que nota el reuma cada vez que las bajas presiones y la borrasca le advierten de la probable presencia de lluvias y tío José, con la pierna colgándole y la voz cansina de zahorí, dice con acierto que va a cambiar el tiempo. En los últimos años llovía poco, menos de lo acostumbrado en aquellos lares, lo que podía ser razón suficiente para que el metabolismo del motor, arregostado a la situación, se asustara ante un asomo de humedad porque a veces estos artefactos llegan a ser casi humanos en sus dolencias. Entendió también que quizás sólo se debería a un desajuste en el estárter, a lo que él llamaba la palanquita para tirar del aire.

6

Andrea soñaba entre las líneas sonrientes que las partituras musicales desplegaban ante su mirada, una vida interpretada en clave de sol, en la línea para el registro más agudo del éxito, donde en compañía de su migraña actuaba como admirada solista de los grandes conciertos que hacían llorar al público por la emoción compungida en los conductos milimétricos de la sensibilidad. Se veía sentada en el corazón de la orquesta rodeada de bajos con barba de chivo y tenores sordos, de sopranos gordísimas y contraltos de perfil teutón. Ella, la musa, envuelta en violines hirientes, trompas succionadoras de silencios, cornos ingleses y oboes marchitos, flautas ladinas y trompetas circunspectas, contrabajos atléticos y arpas licenciadas en álgebra. Andrea sentada al piano tocaba la Edad de la Ansiedad de Leonard Berstein y palpaba al modelado Guillermo Pablo haciendo filigranas en el anuncio de una valla publicitaria. Ensayaba los compases de la Sonata de los Adioses de Beethoven y la imagen de Víctor Alfredo corría a sentarse a su lado. Apenas hacía sonar las primeras notas de los Amores del Poeta de Schuman y la mirada de Gustavo Luis venía tropezando con las marquesinas de los autobuses hasta posarse en su piano de cola. El sonido de la sonata del Sur le hacía sentir cómo Eduardo Jorge la volvía a tomar de la mano por primera vez para llevarla con sigilo por los rincones inencontrables. Y si practicaba el Trino del Diablo, la sonata en sol menor de Tartini, aparecía el fantasma malhumorado de Ángel Manuel. La mañana, como en los últimos cincuenta años, despertó en clave de la segunda línea pinturera y oronda. Andrea caminaba polifónica en busca de su cita por el parque de los heliotropos y amarantos, de las caléndulas y los lirios, de las flores del aire y de las flores del corazón. Ociosa al mundo que la rodeaba, Andrea contaba entretenida todos los hombres que había asesinado con sus sentimientos pueriles e inmaduros mientras esperaba la cita de su último amor. Pero ahora estaba verdaderamente sola desde que su migraña la abandonó un día con la llegada de la menopausia.

5

Guillermo Pablo, el último estreno en tecnicolor de su corazón, tenía una sonrisa de motocicleta de gran cilindrada y se ocupaba en pasar modelos de alta costura masculina. Gustaba bromear con Andrea en un francés gutural de bachillerato. Alto, bien hecho, con una pincelada de camionero criado en el seno de una familia acomodada, creyó engatusar a Andrea con ese fingimiento de seductor de segunda fila que tanto le gustaba practicar. Guillermo Pablo hizo como si comprendiera el mundo interior de la chica pianista, como si aceptara que las migrañas son compañeras de las jóvenes rubias de frente soñadora y fisonomía de muñeca. Por eso se entretuvo con ella en los desfiles de moda puntuando los defectos de las rivales de Andrea y en las salas de fiesta donde se bailan los ritmos mecánicos más publicitados en las cadenas de radio. Pero para Andrea aquello fue un entretenimiento porque buscaba a un hombre de carácter fuerte y dominante que la castigara las tardes de migraña insoportable, que le respondiera cuando ella con actitud supuestamente sumisa lo engañara desde el fondo de sus ojos claros y tratando de domesticarlo.

4

Eduardo Jorge fue el amor del pavo. El primigenio cariño que palideció su vida entera y le originó el primer descocido en el corazón cuando aún hervía en ella el sublime amor de la inocencia. Lo dejó, a pesar de ser el amor iniciático que la hacía tremolar como un flan chino, porque la atormentaba con sus sentimientos posesivos y sus pretensiones de casamiento. A pesar de la empalagosa descarga de regalos que volcaba sobre ella y de las cajas chinas de bombones con licor asiático que le cambiaba el color de sus pupilas de un glauco templado a un opalino meloso y los palitos de sándalo con olor a clementina. La niña solía confesar a su migraña con desgana que nunca se casaría por lo que fue enterrando un novio tras otro.


Gustavo Luis fue el segundo de sus novios. Se encariñó con él porque le recortaba ocasos de papel de estraza las tardes que la migraña de Andrea se sublimaba más de lo acostumbrado y correteaba como loca por la habitación de paredes pálido rosa. Además se complacía Gustavo Luis en llevarla a distinguir entre las líneas del mar, cuando el horizonte acuoso se confunde con lo celeste del cielo y hacerle versos que rimaban con los anuncios de modas y perfumes emitidos en televisión. Perdió a Gustavo Luis en un hipermercado un día que las rebajas le plantaron delante de su cara a Víctor Alfredo, un apolíneo gimnasta que masticaba culturismo, sudaba con los ojos rubios y posaba como las mariposas en época de celo. Pero Víctor Alfredo casi nunca escuchaba lo que Andrea le confesaba, cuando apremiada por sus padecimientos, narraba las veleidades de su migraña a la entrada de los solsticios, algo que le hacía arruinar todos sus sueños de fiesta y sus utopías de niña consentida. Víctor Alfredo sólo vivía para pensar en sí mismo y en sus estirados músculos de goma de mascar americana y sospechaba que Andrea fantaseaba con el sueño de las migrañas, inventando dolores imaginarios y padecimientos ilusorios. Pero a pesar de la esquiva atención a Andrea, boquiabierta, se le caía la baba cuando el gimnasta dúctil se paraba delante de ella moviendo sus bíceps como en una coreografía rusa. Por eso el día que lo conoció se quedó clisada, tonta de amor, ante aquella fachada muscúlea con alma de gimnasta cibernético. Con él disfrutó de los besos estirados y de las genuflexiones amorosas, y sin embargo Víctor Alfredo nunca atendió a su belleza de sensible pianista ni a su cariño de cuento de hadas.

3

La tarde marcada de un mágico acento de luz estaba dominada por los grados tonales del aire. La migraña sentada en la cama de Andrea respiraba fusas y corcheas, negras y blancas a la velocidad que el metrónomo marcaba, mientras contemplaba ensayar a la niña las escalas cromáticas y los arpegios melódicos, cuando sus dedos de cristal hacían crucigramas sobre el arlequinado juego de teclas y se acrecentaban los arrebatadores episodios de melancolía que tanto atolondraban a Andrea. Ángel Manuel era el quinto novio en la cuenta corriente afectiva de su radiante juventud, pero con suerte aún llevaba aprehendidos en su corazón los cuatro primeros amores que fue descartando de su baraja de cariños por aflicciones que arruinaban su libérrima alma. El amor era en manos de Andrea una bagatela, algo friable que el tiempo convertía pronto en corteza muerta dispuesta para ser consumida por el fuego de lo rutinario, soñadora muchacha de apuestos paladines que consumía a sus novios con la fiebre de quien devora una ilusión, buscando uno tras otro el príncipe imposible, el galán de quimera que no vendrá pero para quien hay que estar acicalada y dispuesta. No había para ella causa de anclamiento a sus conquistas pues su corazón no bebía de un amor más exquisito que aquel que ella se dispensaba para sí y sólo se asentaba en su conciencia un ligero rumor de culpa cuando, desde su vanidad de pianista indolente, percibía ahogarse en el dolor a alguno de sus frustrados pretendientes.

2

Andrea se levantó del piano molesta de encasquillarse en la ambigua escala de mi bemol mayor, empleándose en la escritura furtiva del diario de su migraña, donde anotaba toda clase de suertes desde que la descubriera en el preludio de su pubertad, el día que sus hormonas sexuales optaron por jugar al diábolo. Lo resolvió por rebeldía a su madre que le apercibió de lo ridículo que a su edad resultaban los juegos con amigas imaginarias y le sermoneó con la necesidad de aplicarse en sus estudios de solfeo y canto coral. El subrepticio diario lo custodiaba Andrea en un escritorio caoba que se localizaba entre su piano Petrof y la ventana por donde miraba las pajaritas de papel que regresaban todas las primaveras del África Negra y anidaban en los aleros de los caserones y más recientemente, también en los salientes afilados de los edificios de hormigón. En los últimos días había estado glosando como amanuensa embelesada, el sobresalto de ideas que le rodaban en la cabeza al suponer la compañía de Ángel Manuel caminando entre ella y su migraña por el parque de mordentes florecidos, frondosas bordaduras y semitrinos peciolados. La niña apuntaba en el diario todas las conversaciones mantenidas con la migraña, sus sueños locos de amor y de fortuna, cuando ella se veía como una gran actriz enmarcada por la pantalla de un cinema, o como una afamada modelo recorriendo las pasarelas del éxito y portando arrebatadores trajes de modistos con nombres de lujo, mientras los hombres abajo se disputaban su belleza con halagadores piropos, o quizás también como una bailarina esbelta o una cantante de éxito que arrastraba a las multitudes tras de sí.

CLAVE DE SOL

1

Andrea posó sus lábiles dedos sobre la octava baja del piano vertical y comenzó los ejercicios de quinto curso, como cada tarde entre las seis y las ocho de otoño, cuando la luz tiene ese color sepia invertebrado que se cuela como polvillo de arroz por los ventiladeros de la nariz. Interpretaba distraída el allegro maestroso del concierto número uno en mi bemol mayor de Frank Liszt que era donde solía perder más el ritmo. Sentada junto a su migraña, la rubia melena leonada adornada por hilillos rizados de sol que caían en cascada sobre su espalda, Andrea se interrogaba con desesperación qué combinaría el sábado con su blusa de seda verde limón, sin encontrar en el probador de su cabeza la composición definitiva con que se vestiría entre el voluminoso ajuar que atiborraba su armario. La tarde tenía ribetes de violín en los ángulos cenitales y el piano añoraba la descansada ausencia de los dedos frágiles de la niña con pechos de mujer. Sobre las lengüetas azules del cielo sonaba una sinfonía de olores y una anacrusa, escapada del pentagrama, aterrizó sobre el alféizar de la ventana.

VI

La luna arriba, en la noche de mayo, como un agujero redondo y luminoso en la tiznada carpa celestial, que protegía el destino de aquellas gentes festivas. La Peña de los Cruzados se abrió paso hasta el tablao irrumpiendo como estampida de búfalos en celo para coger posiciones y empezar el baile. La multitud se agolpó al ver aparecer a aquella cuadrilla tan esperpéntica y, conocedora de las andanzas populares de los que la componían, se apresuró a ver un espectáculo barato. Las autoridades y demás miembros de la tribuna se pusieron en pié.
El Abocho comienza a rasguear el instrumento, el Cancanica, Muelas de Pavo, y el Tiritaño se agarran a hacer palmas, mientras Joseíco Barriguera se echa a cantar. El Higobombo dale que dale al tambor, los demás a coro gritando ¡1ole, ole y ole!, y el Cardenal que sale a bailar como una loca al tablao con Juanico Pejiguera.
La concurrencia aplaude entre risas, hay vítores y complacencia, olés y gritos de torero, torero. La muchedumbre se divierte, el pueblo es sabio, ya se sabe. Y los Cruzados cantan:

Ni el alcalde Barreiro
ni el Juez Ribeiro
ni el teniente Ovejero
se ríen, salerito, como yo quiero.


-¡Ole!,¡Arsa!, ¡Y vamos con la segunda! -gritan a coro-. Los Cruzaos se van, se van de cruces, mientras otros tan sólo, se dan de bruces.
Claro que no a todos sienta igual de bien aquello.
-¡Inmoralidad pública! ¡Desacato, desacato! -grita el juez Pepe Ribiero.
-¡Que los detengan! -secunda el alcalde.
-¡A mí la Brigada Azul! -tercia el cabo de la policía municipal en turno de noche Manuel el Pichaveneno.
-¡Unidad móvil, unidad móvil! -chilla Nuria Nogal mientras Ángel Montero se desmaya.
En una rápida acción propia de policías osados y atrevidos, el municipal José López el Caliche, se planta en mitad del tablao apuntando con una pistola que sujeta entre sus dos manos. La gente grita y se queda a ver qué pasa.
-¡Quieto, tú! El de la peineta. Porque como no t'estés quieto te viá pegá tres tiros en la niña del ojo pa que no seas tan chulo y aluego te voya llevá a comisaría a que te hagan cosquillas.
Parada la música, derrotados los Cruzados, las autoridades se acercan al lugar de los hechos.
-¡¿Documentación?! -Inquiere el cabo de la policía.
-Sabed malandrines y follones que yo soy don Luis Antonio de Belluga y Moncada, fundados de pueblos, creador del pósito de labradores y del Colegio san Luis de Gonzaga, ¿quiénes sois vos para osar plantaros ante mí sin la debida reverencia?
Fueron sus últimas palabras porque el magistrado de primera instancia e instrucción, Pepe Ribeiro, lo acusó por los cargos de indocumentación, inmoralidad pública, desacato a su ilustre persona, resistencia a la autoridad, escándalo gratuito, terrorismo del arte, indecencia notaria, mal gusto por llevar medias a rayas moradas y blancas y por travestismo elocuente y mal disimulado. Los Cruzados fueron a parar al arresto municipal, donde hicieron compañía el resto de la noche a Antoñico Bebeteotro y el Cardenal Belluga fue condenado a permanecer en su pedestal per secula seculorum.

V

La plaza de España aparecía reluciente aquella noche de tres de mayo, con su remozada imagen de principios de siglo que tanta polémica y presupuesto habían costado a la ciudad. Escenario febril de mil vicisitudes en la vida ociosa de la ubre campechana, la plaza, cuya memoria guardaba el eco de los Polos de Desarrollo, del tricentenario del nacimiento del Cardenal Belluga, de la tartamuda mano del dictador saludando desde la balconada del Ayuntamiento, se mostraba adornada con farolillos de papel blanquiverdes con el anagrama de Tío Pepe. La estatua del Cardenal desplazada desde el centro de la plaza hasta el atrio de la Iglesia Mayor, llevaba cerca de un mes en paradero desconocido. Es decir, no se tenía idea de la figura disuelta, volatilizada, esfumada. Muy a pesar, eso sí, que todo hay que decirlo, muy a pesar -repito-, de las agudas investigaciones realizadas por la Policía Nacional, la Policía Local, la Guardia Civil, el Servicio de Camareras de la Virgen de la Esperanza, el Cuerpo de Adoradores Nocturnos de la Virgen de la Cabeza, el Escuadrón Fraticida de la Unión Deportiva Puente Toledano y de la Cofradía de los Hermanos de la Buena Búsqueda. Ninguna de las hipótesis apuntadas desde el principio por la policía, como ya todo el mundo suponía, habían tenido resultados positivos. Tampoco las pesquisas seguidas por bares, tascas y tabernas, donde se habían visto a cierto personaje de morado poniéndose morao con otros nueve, habían sido válidas, lo que había dado con la fulminación y fumigación del comandante en jefe de la Brigada Azul de la Policía Municipal, Carlos Ovejero. La oposición había denunciado en los siete juzgados de Motril, al alcalde Manuel López Barreiro, por concupiscencia urbanística, corrupción estética, prevariación de estatua, emplazamiento poco iluminado y marginal, despilfarro de adoquines, montaje fraudulento en la televisión local, trapicheo religioso y restauración de los valores callejeros republicanos. Denuncias todas admitidas con inusitado interés por un juez contumaz, Pepe Ribeiro. El partido Protocolario prometía, en su ascensión al poder, un nuevo monumento para el Cardenal, tallado en mármol de Carrara o en su defecto de Macael, mientras que Izquierda Uncida proponía que lo conveniente en la actual crisis estructural, era encontrar la estatua, devolverla al atrio de la Iglesia Mayor y guardarla dentro de una jaula de barrotes de acero, realizada por obreros artesanales como símbolo de contribución del proletariado a la magna, insigne e ilustre figura de un hijo señero en la biografía localista.
En el centro de la oblonga plaza se alzaba una cruz roja de claveles reventones que el Ayuntamiento había construido para la festividad en curso y una multitud de gentes se apiñaban junto a la cruz enhiesta y señorial, donde se disputaba un concurso de sevillanas de niñas progres y andalucistas peripatéticos curtidos en el polvo de las peregrinaciones al Rocío, que estaba siendo retransmitido por las emisoras locales de radio y televisión en directo. La otra parte de la multitud se apelotonaba en los bares que flanqueaban el recinto, donde algunos naufragaban sus penas ya que ahogarlas no podían.
Por la Puerta de Granada desembocan en ese preciso instante, coordinados por el guionista de esta historia, peineta en ristre, mantilla, gafas de sol, medias moradas a rayas y traje alunarado de gitana el Cardenal y la Peña de los Cruzados, compuesta por Carlitos el Higobombo con su tambor rociero y sus espuelas de oro, Juanico el Pejiguera con sombrero cordobés, Rafalico Muelas de Pavo y Serafín el Cancanica con trajes camperos, palmeando, mientras Luís el Tiritaño le dobla las palmas con una cañavera rajá; Joseíco Barriguera iba cantando por alegrías, el Abocho arrastraba de la guitarra y el Cabila con el pipote.
-Adelante, cruzaos, a quearnos con el personá -. El Higobombo dio el grito de guerra.
-Que yo me la llevé al río creyendo que era mozuela y luego tenía marío-. Canturreaba con gracejo Joseíco Barriguera con el jarapo por fuera.
-Venga niño pásame el agua bendita que tengo el garnate seco.
El Cabila le acercó el botijo del cual Barriguera dio un largo trago a caliche, pasándose la mano por la boca para secarla, antes de continuar con la cantinela.
-Quillo para ya, que te vas a beber to el fino -protestó el Abocho.
-Eminencia... -se acercó al oído del Cardenal en acto de reverencia Carlitos el Higobombo para soplarle alguna ocurrencia de las suyas.
-¡Chiiisss! -el Cardenal lo mandó callar-. Aquí yo soy Luisillo el Morao y bajo juramento de cruzados que sois, no debéis a vuestra excelencia delatar ni señalar, no vaya a ser pues que estos herejes me devuelvan al frío pedestal -le dijo mientras balanceaba su peineta negra de treinta centímetros.
En la presidencia del jurado de sevillanas mientras tanto, el alcalde Manuel López Barreiro, compartía amigable charla con Melchor Pipa, concejal pasota del área municipal de truculencias y asuntos raros y compañero en el Partido Subrrealista. A su izquierda, sentado en mayestática postura, propia del cargo de magistrado, Pepe Ribeiro, olfateando en el aire cualquier atisbo de delito de desacato, y a su lado Ángel Montero, profesor del arte de la danza flamenca. Otras autoridades y satélites compartían también la presidencia, el concejal de arribismos y escalas notables, Luís Dorado, y una cuota de representación femenina, no excedente del veinticinco por ciento, entre quienes se encontraban Nuria Nogal, más atenta que una avispa, y Aelitas la Escobera.

IV

Acrónimas leyendas luminosas incendian de azul metacrilato la crepuscularia caída de la luz con resplandores rosáceos y cinéreos, donde antes presidían humedecidas tierras causicenagosas lindadas por una tarquínea acequia, aorta de la concupiscencia provinciana y frontera de la urbanidad, formulada por la ingeniería musulmana, ahora se escucha el rumoreo mecánico de las voces de los motores y la fonación ecoica de los automóviles que, rezongantes, garantizan un elevado ambiente decibélico, como un restriego de tripas. Insidiosamente las avenidas despliegan ortoculares las farolas que definen el esqueleto del destino circulatorio de las pisadas con suelas de goma, con suelas recauchatadas, con hormas de piel de cabra muerta por fiebre tifoidea. Las palmeras, pintiparadas, sudan humo fuliginoso oteando la discreta vigilancia que ejercen sobre el sentido invariable de sus pasos, los vendedores de cupones con presencia de agentes secretos infiltrados en una organización del hampa que observaran la trascendencia criminológica del tráfico de influencias paleontopolíticas. Vendedores de rictus inseculares con papeletas de abyecta felicidad que preconizan un futuro maravilloso, mientras se cruzan en sincrónica guardia en el cruce de la calle Marjalillo Bajo, esquina calle Nueva, hasta el quiosco de la Kika y vuelta a empezar hasta la puerta de la academia de baile de Ángel Montero, donde un niño escupe un gargajo de gominola a la espera de su padre que en el interior recibe lecciones intensivas de folclorismo ultramoderno.
Ángel se descuajaringa, se retuerce sobre su tronco de olivo centenario, se licúa en sudor de agua de borrajas, mariposea sus manos en la atmósfera de aire enmohecido de sudor axilar, peina siluetas de brujas gitanas en el pulimento de los espejos y clava sus tacones sobre el entarimado de madera noble.
-Me tenéis que jacé mu bien la musaraña -indicó el maestro-. Me la hacen los niños chiquetitos, así que ustedes, no digamos. Y la Peña de los Cruzados comienza a dar zapatazos huecos en el suelo.
-Maestro, en tós los trabaos se fuma -dijo Joseíco Barriguera-. Vamos a echá un cigarrillo, ¿no?- Y se sentó en una silla de anea.
Ángel lo miró con ojos de camello degollado y por no liar una bulla continuó su tarea. -Y un-dos-tres. Un-dos-tres. Pastillas de jabón a real, pastillas de jabón -canturreó-. Media vuelta y cruce, ¡vamos a ver esos cruzaos cómo me bailan! Y un-dos-tres, cuatro-cinco-seis y pa la foto.
-Maestro a mi esto me cansa -musitó el Cancanica.
-A ve si t'has creío que vienes a un pase de modelos -refunfuñó Ángel mientras hacía una mohiganga con la boca-. Venga vuelta, vuelta, vuelta y vuelta, pero con ángel.
Y la Peña de los Cruzados como derviches mareados obedecía las instrucciones del maestro. Joseíco Barrigera se giraba por el impulso centrípeto de su buche de medio metro, mientras el Cabila, con el paso cambiado, daba las vueltas del revés y el Cardenal sin moverse.
-Ahora vamos con la segunda, la de la media luna -se desgañitaba Ángel-. Un-dos-tres, un-dos-tres y cruce con la izquierda.
De repente Ángel interrumpió la clase para dirigirse al individuo que vestía de morado.
-Oye tú. Tú a mí me tienes jartito. ¿Te piensas pasar to la vida ahí como un paguato que parece que estás oxidao? Le espetó Ángel mirando fijamente a las cuencas vacías de los ojos del Cardenal.
-Rapaz yo no soy otro que don Luis Antonio de Belluga y Moncada, ilustre purpurado, virrey de Valencia y Murcia, capelo cardenalicio, iluminador de la bula ‘Apostolici Ministerie’, fidelísimo devoto de la Virgen de los Dolores, procurador de pensión anual y perpetua al Hospital de santa Ana y canónigo magistral de la catedral de Zamora. ¿No os colma de honores que por intersección de la divina gracia, a vos, rapaz de sevillanas, haya acudido tal eminencia de la cristiandad?
-Por mí como si quieres ser el niño los iguales -respondió iracundo Ángel.
-Sabed que tal honor es reservado sólo aquellos que en gracia de Dios son elegidos -proclamó el Cardenal-. Ándate con cuidado y no seas lisonjero y trasmite tu saber a estos cruzados para el Día de la Cruz. Y así el Altísimo premiarte habrá con grande cielo.
-¡Ole, ole y ole! Y que la yerbagüena se le seque al que no diga ole -gritó Muelas de Pavo. Y un ole unísono de gargantas varoniles curtidas en vino de la costa fue lanzado al aire de la academia.
-¡Mirar que uno no tiene el coño pa ruidos a esta hora! -amenazó Ángel-. Así que ya me estáis haciendo el salerito, venga.

III

"La primera autoridad motrileña se ha dirigido, en un claro mensaje de salvación local, a todos aquellos ciudadanos a los que en este preciso instante les está hirviendo la sangre por la vejación y barbarie del suceso, para pedirles calma, resignación y paciencia en la cola de los pagos tributarios, hasta que sea la misma autoridad quien esclarezca la ruindad de los hechos consumados con nocturnidad, alevosía y sigilo".
La presentadora hizo una pausa televisiva, esturreó los papeles que tenía encima de la mesa y con gesto horrorizado y nervioso, prosiguió con su boletín autorizado de noticias simpáticas: "La intervención y el mensaje del alcalde de Motril, han sido calificados por los líderes opositores, como de una patraña electoralista fundamentada en la forestación del poder que, con inmisericorde estilo, ostenta el primer edil de la corporación". La presentadora puso cara de asco antes de proseguir. "Añadiendo, por otro lado, que de los hechos acontecidos, sólo se puede culpar al equipo de gobierno municipal por cerril, autárquico y postmoderno, indicando textualmente: ha sido por su culpa, por su culpa, por su grandísima culpa. También han indicado que lo acaecido es un desenlace de la política oscurantista emprendida por el Partido Subrrealista, orientada a ocultar estatuas patrimoniales y una manifestación más de la inoperante vigilancia que ejerce la policía sobre los bienes públicos, el sistema métrico decimal y los intereses de los creyentes, que está abocando a la sociedad a una escalada de la inseguridad urbana". La presentadora de televisión se tocó el pelo en movimiento fa menor coqueto.
─Ahora conectamos con nuestro compañero destacado en la Casa Consistorial, Juan Clarín, que nos informa de la última hora en un tema que tan preocupada tiene a la opinión pública, a la corporación motrileña y a la cuarta asamblea episcopal de cardenales adscritos a la línea dura del Evangelio. ¡Jota-ce! ¿Nos oyes? -gritó cual comadreja índica.
En un monitor lateral apareció la figura de un hombre algo innortao que, micrófono en mano, preguntaba: ¿Me se oye? ¿Me se oye, compañeros?
─¡Sí! Jota-ce. Se te oye y se te ve -contestó la presentadora.
─Gracias compañera Nuria Nogal -dijo el entrevistador-. Tenemos con nosotros al cabo de noche Manuel Rodríguez, descubridor del hecho insólito y quien dio la voz de alarma. ¿Nos puede usted decir cuándo se percató de tan significativa ausencia?
─Nosotros nos dimos cuenta apenas pasó esto del robo -indicó el Pichaveneno con la voz gangosa.
─Perdón -dijo Juan Clarín, entrevistador y miembro del club de probadores de rones destilados-, mire a la cámara, ¡a la cámara!
─¡Ah!, ¡ya!, ¡si! -comprendió el cabo-. Pues como le decía apenas pasaron los sucesos, sobre las cuatro de la madrugá, yo y el Caliche, que es el municipá que hace conmigo la guardia de noche, nos apercibimos de lo que pasaba y casi cogemos a los ladrones que escaparon por poco. A mí por poco se me da una alferecía cuando descubrí aquello.
─Pero del suceso no se dio conocimiento inmediatamente -cortó secante, agudo y mordaz, cual intrépido periodista que era Juan Clarín-, según las informaciones que obran en nuestro poder hasta primeras horas de la mañana...
-Es que esas no eran horas de despertar a nadie como usté comprenderá. A ver si me voy a cabrear ahora -Contestó en tono de enfado viscoso.
-No, por favor -dijo el tele reportero viéndolas venir-.También tenemos con nosotros al comandante en jefe de la policía local Carlos Ovejero, quien ha barajado, con unas cartas de rentoy, varias hipótesis sobre los supuestos autores del desolador suceso que ha conmovido, constreñido y cabreado a una buena parte del tendido de sombra. Señor Ovejero, cuando quiera.
-Efectivamente -contestó el comandante en jefe de la brigada de azul de la policía municipal, con voz ronca de jefe invariable y bigote astado en marfil a la boloñesa-, tenemos el rastro de algunas huellas que no llevan a ninguna parte, pero que nos hacen suponer que nuestras interesantes pesquisas han de seguir tres frentes de acción y uno de pasividad por si no acertamos. Por un lado creemos que por el objetivo estratégico-espiritual sobre el que se ha perpetrado el brutal rapto, bien pudiera tratarse de la secta ‘El Señor guía nuestros pasos pero no sabemos hacia dónde’, de clara inspiración religiosa basada en los Declarantes de Jehová, en su mayoría de raza gitana y divididos en dos comunas, una en san Antonio y otra en Huerta Carrasco. Su filosofía iconoclasta y cartonera les ha llevado a sustraer de varias imágenes, los elementos ornamentales hechos de latón, bronce o cobre, hierro o cartón para venderlos en las chatarrerías y que en esta ocasión hayan metido gato por liebre, vendiendo piedra por cartón-piedra. No descartamos tampoco la posibilidad de adjudicar la autoría del robo a la secta de ‘La Mano Negra’, una cofradía masónica de implantación local-costumbrista, cuyos miembros secretos, veneran las piedras y rinden culto al Cardenal en adoraciones nocturnas cada eclipse de luna, cuyo origen se encuentran en las guerrillas con gomero que libraban los niños de los barrios periféricos de este pueblo en los años cincuenta y sesenta. La tercera hipótesis está asentada en la Triple Uve, los Verdes de la Vega Vieja. Ecologistas que basan su acción política en devolver a su estado prístino, cuantos objetos han sido transformados por la ambición tecnológica del hombre. Esta sería la más terrible de las pistas a seguir, porque en estos momentos su Excelencia podría ser canto rodado o rueda de molino, o yacer en el fondo del mar para romper las redes de la pesca de arrastre.
-Compañera Nuria Nogal, esto ha sido casi todo desde la Casa Consistorial, hasta donde nos hemos desplazado. Te devolvemos la conexión que nos enviaste. Te la mandamos por paquete-exprés que tarda menos -finalizó Juan Clarín-.
-Gracias Jota-ce -dijo la presentadora-. Hasta aquí nuestro boletín autorizado de noticias simpáticas. En próximos boletines les seguiremos informando de las misteriosa fuga del Cardenal Belluga. Esperamos que ustedes lo sufran bien. Nosotros bien. Adiós, gracias.

II

─¡Vamos a ver niños! Las manos en jarra con aires de artistas y el cuerpo derechito, que no se diga. Y ahora con soltura, adelantamos la puntita del pie izquierdo y luego viene el derecho. Vamos a hacer el primer movimiento de una sevillana. Lo vamos a llamar primero-primera y después damos dos zapatazos en el suelo que se tienen que sentí más pa-ya de la punta el Pelaíllo.
Jesús Montero regenta una academia de sevillanas light en prêt-a-porter desde hace doce años en Motril, y multiplica por dos sus esfuerzos, por cuatro sus ganancias y por el cubo de la raíz cuadrada de nueve sus cabreos consuetudinarios cada vez que se acerca la festividad de las cruces de mayo. Su mujer, Aelitas la Escobera, vende en la Placilla género ligero y ropa interior de contrabando que le suministra un contacto de la Huerta Carrasco, después de naturalizar el producto en Ceuta y retirarlo de Málaga por la puerta de atrás.
Jesús llegó borracho un fin de semana a Motril con unos amigos con los que venía de farra desde un pueblo de Sevilla y le gastaron la broma de dejarlo tirado en ésta tierra, por lo cual, las primeras imágenes que conserva del pueblo, son las de un Motril etílico y un amanecer aferrado al casco vacío de una botella de ron pálido. Su mujer fue quién, después de conocerlo en un lunes de resaca, le convenció para que se quedara a vivir en "esta joya que a Dios se le cayó junto al mar", y así poder aprovechar las ventajas del resurgimiento económico, la magnanimidad climática y la generosidad, el desagradecimiento y las cachorreñas de los motrileños, virtudes que definen, según él, demasiado bien a este rincón provinciano. Y de camino, mientras imparte sus lesiones magistrales de danza flamenca, aprovecha el trasero de las niñas-bien que sueñan con el traje de faralaes tanto, como con el del día de su boda en la Iglesia del Cerro que es la que está más de moda para este tipo de ceremonias.
De no ser por la úlcera acrónica que cada primavera le segrega pus, sangre, sal, aceite y vinagre, con motivo del preparatorio para el ingreso al Día de la Cruz de grupos de advenedizos que acuden a su Academia de Arte y Ensayo, se puede decir que Jesús y Aelitas forman una pareja feliz, con su trabajo, el flamenqueo que se traen cada noche en la cama, su cortijo en las Zorreras, sus mergizos renococidos y las deudas del concejal de Fiestas, Festejos y Jaranas. Pero cuando Ángel vio aparecer a Carlitos el Higobombo resoplando por el umbral de la puerta, panzudo, rebolondo, con la gorra calada hasta las cejas, con el jarapo por fuera y achuchao por una pandilla de rocieros polvorientos que hacían el Rocío en burro-taxi, ávidos de aprehender la sapiencia del ritmo ternario del bailes de las sevillanas, supo que aquel año el reventón de la úlcera sería sonado y que supuraría tanta pus que se la tendrían que sacar en una motocarro. De entre todos los sujetos de aquella peña pinturera que profanó su academia de baile, el más inquietante era un tipo cetrino, con cara de cera de cirio de monasterio, mirada de pedernal y más tieso que un santopalo.

La increíble y jamás contada historia del Cardenal Belluga

I

Era una sutil mañana de abril. En la opalina atmósfera, las primeras luces filtrantes del día no hacían presagiar la convulsión del suceso a descubrir. Ninguno de los primeros siete viandantes había percibido nada anómalo en el escenario del acontecimiento. Ni tan siquiera el Pichaveneno, cabo de la policía municipal en turno de noche, cuando salió a bostezar, en gesto mañanero, del cuerpo de guardia. La plaza de España guardaba de la noche acaecida largas manchas de una gran relentada. La vigilancia nocturna no había tenido más historia que la del ínclito borracho Antoñico Bebeteotro, que ahora roncaba plácidamente en el catre del calabozo, donde había terminado su noctívaga afición de pellizcar bombillas.
El cabo realizó una lánguida panorámica de la plaza a pesar de tener pegado su ojo izquierdo por la lagaña y tampoco reconoció la trascendencia del suceso hasta que, alertado por su séptimo sentido de policía sabueso, pudo percibir el vil ultraje.
─¡La hostia! ─exclamó y con la enritación propia del momento en el cuerpo se giró sobre sí mismo y gritó hacia el cuerpo de guardia─. ¡Avisen a la policía! ─Un municipal escuchimizado, más seco que el ojo de un tuerto y con cara de traje arrugado saltó de su asiento y se espabiló de su morrina.
─¿Pero qué dice mi cabo? La policía somos nosotros ─indicó con somnolencia, mientras al cabo Pichaveneno se le inflaban las agallas.
─Llame al señó alcarde ─ordenó con un cabreo en sol sostenido mayor.
─¿Y qué le digo? ─preguntó con interrogación suplicante el municipal José López el Caliche.
─¡Qué le va a decir, so mamón!, ¡que han afanao la estatua!
─¿La estatua? -preguntó. Y puso cara de jilón.